Claramente una película para gustos: habrá gente que piense que es una obra de arte, un festival de sonidos e imágenes que unidos hacen de una película una obra literaria; y habrá gente que piense que es la película más horrorosa y sin sentido que han visto jamás, imposible de seguir y con un entretenimiento nulo.

Yo personalmente me inclino más por lo primero, aunque sin quitarle la razón a aquél que opine lo contrario. Pocas películas recuerdo haber visto tan abstractas y a la vez con tanto sentido. Es cierto que en ocasiones, a lo largo de la película, uno se puede llegar a perder; pero hay que tener en cuenta que la película está construida de tal forma que se pretende captar y estimular todos los sentidos del espectador. Terrence Malick nos ofrece un auténtico espectáculo de imágenes y sonidos plagados de metáforas y nos demuestra cómo unos simples fotogramas pueden llegar a ser auténtica poesía cinematográfica. Incluso algo tan sencillo de contar como el comienzo de la vida en el universo se transforma en algún tipo de enseñanza, y es narrado de tal forma que parece que Malick nos quiere transmitir algo con cada imagen.

Los diálogos utilizados son muchas veces necesariamente escasos; a veces sobran las palabras para saber y comprender lo que uno está viendo, basta con una imagen bien lograda. Todo ello bajo un contexto tremendamente emotivo y una historia conmovedora donde podemos observar a un excepcional Brad Pitt como el padre estricto y cruel que nadie quisiera tener y donde la vida y la muerte actúan como principales protagonistas, con la continua referencia a la figura omnipresente de Dios.

Es posible que la película no guste e incluso aburra, o que requiera tanta atención para seguirla que muchos espectadores desistan en su intento, pero yo creo que merece la pena intentarlo, pues, en mi opinión, estamos ante una de las referencias cinematográficas de la década y, como tal, dejará una huella en la historia del cine que no se borrará con facilidad.