Con la petaca y la incertidumbre, me armé de valor y crucé el umbral.
No iba sólo en la travesía, un maestro stalker, experto en aquellos parajes sobrenaturales, y un viajero que, como yo, desafiaba lo escrito para ver, con sus propios ojos, aquello que llamaban LA PELÍCULA.

Existía un rumor entre la corriente cinéfila de que quien entraba en ella, ya no salía, pues, decían, era tal su mágico misticismo y subyugación que, una vez te ‘tocaba’, era uno mismo quien se negaba a abandonarla creyendo que nada reemplazaría esa sensación.

LA PELÍCULA se hallaba bien custodiada, un muro de palabras-ladrillo parecían sellarla por completo.
“Para acceder a ella hay que dejar el capullo y ser mariposa”, dijo el maestro.
Yo ya había volado antes, pero siempre de la mano y con arneses que aseguraban la caída. Aquí era distinto, había que volar para llegar al destino, no tras el éxtasis de llegar al mismo.
Nos miramos el viajero y yo las nucas y nos leímos el pensamiento.
Llegados a este punto no había vuelta atrás, nos dejaríamos la piel si hacía falta. Y así fue, arañamos nuestras espaldas hasta que dos alas verdes emergieron hacia el viento y los pies dejaron atrás aquel muro y su amarillento alrededor.

Al horizonte, un apagado paisaje verde, como si una vieja lona negra semitransparente lo cubriese todo. El maestro se lamentó. “Estas verdes hojas antes olían a vida infinita pero hoy no huelen a nada. Debe ser esta caduca copia fílmica. Pese a ello, concluiremos el viaje según lo previsto”
Pensé que eran trampas de LA PELÍCULA para dificultar la llegada y dejar paso únicamente a quien, en lo más profundo de su ser cinéfilo, llorara de emoción al llegar al final.
“A partir de aquí debe ser un viaje personal hacia LA PELÍCULA”, concluyó.

Nos deseamos suerte y nos adentramos cada uno en un túnel distinto.
A cada paso, un travelling alejaba el túnel sin fin.
Caminos oscuros y estrechos, salas inundadas de agua y otras de arena.

Tiznado y polvoriento, llegué, al fin, a la antesala que daba paso a la sala sagrada.
Allí, sentado entre sus rodillas, el viajero aguardaba.
Le pregunté por su viaje pero tan sólo balbuceaba “no puedo”
Lo miré, le acaricié suavemente la cabeza, besé su frente y lo decidí. Me hizo un gesto con la mano para que desistiera pero fue en vano. Empujé con fuerza la pesada puerta y entré.