Cuando me decidí a ver esta película dirigida por Aisling Walsh me animaba contemplar de nuevo a Sally Hawkins que ya me había deleitado en Happy-Go-Lucky y en Blue Jasmine. Pero no suelo hablar de actores sino de los personajes que configuran una historia. En este caso la aproximación a la vida de Maudie Lewis, pintora naïf americana afectada de una deformante artritis reumatoide. Su historia es otro caso de desprecio y vejación de los débiles. Maudie procede de un rechazo familiar y se refugia como criada en la casa de un hombre áspero hasta la crueldad que acaba por ser su marido. Tengo entendido que la película suaviza el personaje interpretado por Ethan Hawke que evoluciona hacia la consideración del valor de su esposa. Parece que la realidad fue mucho más dura para Maudie, pero con lo que vemos es suficiente para indignarnos. Sin embargo el maltrato no es el núcleo de la película sino el estallido de la crisálida sensitiva y creadora de Maudie a través de su pintura. Foucault afirmaba que el sujeto se inicia mediante una sumisión primaria al poder en una dimensión pasiva hasta que la sujeción no puede evitar la aparición de la subjetividad como una actividad que se le opone hasta su destrucción. Las pinturas de Maudie son la afirmación de sí misma, de la eclosión de la vida atrapada en la deformidad y de la humillación del poder que la oprimía: su marido, su hermano y su tía. Los opresores son vacíos, vulgares, torpes y mezquinos ante el mundo florido que emana la pintora. Judith Butler afirma que esta forma de resistencia es capaz de poner en entredicho la identificación de la vida con su dimensión biológica, enferma en el caso de Madie, y hacer de las formas de vida el lugar del desafío ético político.