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McCunninghum rating:
9
8.2
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Sci-Fi. Drama
In Metropolis, society is divided in two classes: the rich, who have all the power and all kinds of luxuries and the workers, doomed to work and confined to live in poor conditions. One day, Freder (Alfred Abel), the son of the powerful Joh Fredersen (Gustav Frohlich), the man who is in charge of the whole city, after falling in love with Maria (Brigitte Helm), discovers the hard conditions in which the workers live and warns his father about a possible rebellion. [+]
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- es
April 1, 2010
18 of 32 users found this review helpful
Metrópolis es un tratado sociológico de pacotilla, increíblemente pueril.
Este titular, que nos lo concede El Crítico ya aposentado y con contrato editorial, nos resume la habitual reacción frente al film de Lang. La candidez argumental, que nos invita a la creencia (des)corazonadora en la mediación entre el Cerebro y la Mano, no puede menos que sonrojarnos.
Por todos es sabido que Fritz renegaba del guión que la por entonces su mujer Thea von Harbou –ulterior seguidora nazi- había pertrechado. Más allá de la obsesión germana por la “mediación”, trastorno que tiene su origen en el idealismo de Hegel, Fichte y Schelling, la de Fritz es la posición de Schopenhauer: frente a la dialéctica de la superación, el fatalismo de la existencia.
Metrópolis, más que por la panfletada que menciona Gubern, es y será recordada por ser la primera película de ciencia ficción mítico-épica, fundando un género que ha sido y es transitado aún hoy (los casos ejemplares son Blade Runner y Matrix). Como película que representa la decadencia del expresionismo alemán –en un salto de lo pictórico a lo arquitectónico analógico al de Malevitz y el suprematismo nihilista soviético (otra forma de fatalismo)-, Metrópolis evidencia igualmente las altísimas cotas de modernidad que el cine mudo estaba alcanzando, cotas que quizá serían anuladas de cuajo por la inmediata llegada del sonoro: pensamos en películas como Amanecer de Murnau, Napoleón de Gance o La caja de Pandora de Pabst, por citar algunos filmes que, a finales de los años 20, dibujaban una profunda evolución en el quehacer fílmico y el desarrollo de sus posibilidades.
La de Lang, una producción que le salió a la UFA por cinco millones de marcos y casi le llevó a la bancarrota –obligando a Lang y su productor Erich Pommer a salir de la productora que, poco después, acabaría haciendo películas al mismo tiempo que Krupp fabricaba armamento militar: tiempos del cine-fábrica y el director-obrero- es una película mutilada por la historia.
No sólo en la práctica, con la pérdida de casi una cuarta parte del metraje y sus múltiples versiones, hasta que Pattalas consiguiera la edición más cercana a la original. Sino también en la teoría. La crítica ha denostado frecuentemente Metrópolis como un film fallido, ingenuo y aburrido. Los defensores de Metrópolis han acabado siendo los discotequeros como Giorgio Moroder (que hizo una versión coloreada de unos 80 minutos), los ciberpunks lectores de William Gibson o los tecnócratas de Detroit, que han hecho una versión musicada por el dj Jeff Mills.
(sigue en spoiler)
Este titular, que nos lo concede El Crítico ya aposentado y con contrato editorial, nos resume la habitual reacción frente al film de Lang. La candidez argumental, que nos invita a la creencia (des)corazonadora en la mediación entre el Cerebro y la Mano, no puede menos que sonrojarnos.
Por todos es sabido que Fritz renegaba del guión que la por entonces su mujer Thea von Harbou –ulterior seguidora nazi- había pertrechado. Más allá de la obsesión germana por la “mediación”, trastorno que tiene su origen en el idealismo de Hegel, Fichte y Schelling, la de Fritz es la posición de Schopenhauer: frente a la dialéctica de la superación, el fatalismo de la existencia.
Metrópolis, más que por la panfletada que menciona Gubern, es y será recordada por ser la primera película de ciencia ficción mítico-épica, fundando un género que ha sido y es transitado aún hoy (los casos ejemplares son Blade Runner y Matrix). Como película que representa la decadencia del expresionismo alemán –en un salto de lo pictórico a lo arquitectónico analógico al de Malevitz y el suprematismo nihilista soviético (otra forma de fatalismo)-, Metrópolis evidencia igualmente las altísimas cotas de modernidad que el cine mudo estaba alcanzando, cotas que quizá serían anuladas de cuajo por la inmediata llegada del sonoro: pensamos en películas como Amanecer de Murnau, Napoleón de Gance o La caja de Pandora de Pabst, por citar algunos filmes que, a finales de los años 20, dibujaban una profunda evolución en el quehacer fílmico y el desarrollo de sus posibilidades.
La de Lang, una producción que le salió a la UFA por cinco millones de marcos y casi le llevó a la bancarrota –obligando a Lang y su productor Erich Pommer a salir de la productora que, poco después, acabaría haciendo películas al mismo tiempo que Krupp fabricaba armamento militar: tiempos del cine-fábrica y el director-obrero- es una película mutilada por la historia.
No sólo en la práctica, con la pérdida de casi una cuarta parte del metraje y sus múltiples versiones, hasta que Pattalas consiguiera la edición más cercana a la original. Sino también en la teoría. La crítica ha denostado frecuentemente Metrópolis como un film fallido, ingenuo y aburrido. Los defensores de Metrópolis han acabado siendo los discotequeros como Giorgio Moroder (que hizo una versión coloreada de unos 80 minutos), los ciberpunks lectores de William Gibson o los tecnócratas de Detroit, que han hecho una versión musicada por el dj Jeff Mills.
(sigue en spoiler)
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Spoiler:
Pero lo que esa prótesis que es la memoria no olvidará son ciertas imágenes que Lang propone: los obreros en las fábricas, la fábrica como un Moloch gigante, María perseguida por la linterna de Rotwang, el baile esquizo de Maria 2, la leyenda de Babilonia… Inolvidables imágenes logradas por el arquitecto Lang y sus adláteres Freund y Schüfftan, y un sinfín de hallazgos técnicos. Por que Metrópolis es sobre todo eso: un ejercicio de arquitectura experimental, un libre hacer de la fantasía. Sabemos que el origen del escenario –Gran Personaje- lo encuentra Fritz al toparse con el skyline de New Cork, imaginándose qué vida habitaba en el interior del monstruo metropolitano.
El fatalismo de Fritz, que le hizo permanecer incólume toda su vida, le permitió ser un autor dentro de la industria y la política de los géneros y las estrellas de Holywood, tras su huída en 1934. Lo empujaba un férreo y atroz individualismo. Supo vérselas con el negro, con el western, con el cine de aventuras, el thriller psicológico. Y salió, si no indemne (Secreto tras la puerta, Más allá de la duda), sí bien parado: Sólo se vive una vez, Los sobornados, La mujer del cuadro, Perversidad, Los contrabandistas de Moonfleet… Por ello la Nueva Crítica –en palabras de Roland Barthes- supo apreciarle. Por ello Godard le dio el papel de director de cine en El desprecio, introduciendo al Productor y a la Gran Actriz en un coche y tirándoles al agua.
Porque Fritz, desde un principio, siempre estuvo solo y errátil. Solo con su destino: “poder real, llámese dictadura, ley o sindicato del crimen. Se trata de la voluntad de salvaguardar la individualidad y es importante luchar para conseguir el triunfo.” Fatal Fritz, este realizador que pinta y construye gris sobre gris, nos dice lo que Morfeo le dice a Neo al despertar a la realidad, observando un Chicago en ruinas tras una guerra nuclear en Matrix. Mira esos rascacielos y –fatalmente- piensa: esos edificios son ruinas que crecen hacia arriba. Nos mira y –fatalmente- nos dice, guiñando el ojo al otro lado del monóculo: Bienvenidos al desierto de lo real.
El fatalismo de Fritz, que le hizo permanecer incólume toda su vida, le permitió ser un autor dentro de la industria y la política de los géneros y las estrellas de Holywood, tras su huída en 1934. Lo empujaba un férreo y atroz individualismo. Supo vérselas con el negro, con el western, con el cine de aventuras, el thriller psicológico. Y salió, si no indemne (Secreto tras la puerta, Más allá de la duda), sí bien parado: Sólo se vive una vez, Los sobornados, La mujer del cuadro, Perversidad, Los contrabandistas de Moonfleet… Por ello la Nueva Crítica –en palabras de Roland Barthes- supo apreciarle. Por ello Godard le dio el papel de director de cine en El desprecio, introduciendo al Productor y a la Gran Actriz en un coche y tirándoles al agua.
Porque Fritz, desde un principio, siempre estuvo solo y errátil. Solo con su destino: “poder real, llámese dictadura, ley o sindicato del crimen. Se trata de la voluntad de salvaguardar la individualidad y es importante luchar para conseguir el triunfo.” Fatal Fritz, este realizador que pinta y construye gris sobre gris, nos dice lo que Morfeo le dice a Neo al despertar a la realidad, observando un Chicago en ruinas tras una guerra nuclear en Matrix. Mira esos rascacielos y –fatalmente- piensa: esos edificios son ruinas que crecen hacia arriba. Nos mira y –fatalmente- nos dice, guiñando el ojo al otro lado del monóculo: Bienvenidos al desierto de lo real.