Historia sobre un juego de miradas. Casi todas azules, algunas, al borde de las lágrimas.
En un paisaje rudo, frío, blanco y silencioso, alguien de la gran urbe viene a sospechar de una familia querida por todos y cuya madre vale ella sola, lo mismo que el resto del clan. Una madre omnipresente y que vela por esos tres hombres perdidos que son sus hijos y su esposo.
Rose, la mujer fuerte que es capaz de beber licor -y no sólo vino-, que no tiene glamour y que siempre está con los pies en la tierra, lista para el duro trabajo de ganadera pero también para festejar lo que sea con los vecinos. En ese ambiente frío, algo triste y nada acogedor, Rose es capaz de crear un hogar y también un lazo de algo parecido a la amistad pero también a la admiración con el señor juez de Paris.
En realidad, la historia no es importante y el resto de personajes, tampoco, porque la pantalla se llena de las figuras de estos dos personajes que son capaces de hacernos seguir viendo una película que tampoco es para tanto.
La música es maravillosa y los diálogos, creíbles. Puede que sobre la cuña de Paris. Una historia que se deja ver, sobre todo por el apoyo de estos dos monstruos de la interpretación.