Film ubicado en ese sub-género espontáneo que algunos coetáneos del protagonista hemos tenido la oportunidad de vivir en directo, y que a falta de un nombre mejor, denominaremos Cageismo.

Desde hace años las películas de Nicholas Cage (y hace varias al año, su producción cinematográfica está a la altura de cualquier actorucho de serie B) no dejan a nadie impasible, ha conseguido que cada estreno suyo sea esperado con ansia por un grupúsculo de amantes de la caspa, gente mórbida de analizar su caída a los infiernos del celuloide y por supuesto, hordas de fans que valoran sus increíbles aportaciones al séptimo arte como se merecen. No en vano, y no bromeo, estamos hablando de un actor que se ha convertido en un género en sí mismo.

En esta ocasión el script tiene bastante retranca, como viene siendo habitual, y es carne de videoclub (me perdonen la licencia los mozalbetes del lugar): un hombre misterioso, callado y adicto a las bebidas energizantes, llega a un pueblito de la América profunda donde trabajará como conserje en un parque temático de animatronics y descubrirá que existe un siniestro pacto demoniaco que obliga a hacerles ofrendas impías para poder convivir en paz si no quieren ser víctimas de sus fauces de gomaespuma.

Cage no abre la boca en todo el metraje, eso es un plus para sus haters, pero lo cachondo del tema es que ni con esas consigue dejar de sobreactuar, ¡Nic eres grande!

Por lo demás, cabe encontrarse todo lo esperable (si es que se puede esperar algo de un producto de estas características), ensalada de hostias de Nic vs Moñecos, muertes vergonzantes de jovencitos con las hormonas desatadas y secretos mal avenidos en el seno del pueblito bonito en el medio de la nada.

Habrá quien eche pestes y reniegue de este engendro, pero otros disfrutaremos como un cerdo en un lodazal.