El arte de la animación tiene en esta película un homenaje entero, en cada trazo que firma el pulso. Se deja ver desnudo, como si el lápiz del dibujante fuera suficiente, sin artificios ni maquillajes, y hace de cada gesto una migración de trazos que fluyen por el papel y se resuelven en un movimiento que daría por magia. Pero es animación.

Queda el papel vivo en todos los planos, entre acuarelas y fronteras de bambú que enmarcan este hermoso cuento en el que la narración se confunde con el mismo arte que le da vida y se fijan en un cuadro que resulta de la artesanía más pura de contar historias. Es un cuento ilustrado que camina, se hace orilla, se hace agua, se hace luna. Se hace con todo.

Sin embargo el magistral uso de la técnica, muy superior a lo habitual, no encuentra todo el hueco que debiera, como ocurre con Mi Vecino Totoro, máximo exponente del Studio Ghibli. Sucede, entonces, que el vuelo, aún siendo perpetúo, se queda a las puertas de ser aun más.

Tal vez, incluso puede que eso mismo sea parte de su encanto. No se excede ni se retrae. Es una justa medida en el todo, como en sus pausas. Es, para qué negarlo, la última gran película de animación de nuestros tiempos.