Estirando hasta sus últimas consecuencias el clásico de 1933 y sin ser capaz de medir (la trilogía de los Anillos ya lo dejaba bastante claro) la proporción de su aparatosa megalomanía, Peter Jackson recuperó sin venir a cuento la historia del gorila gigante más famoso del séptimo arte para regocijo de los vendedores de palomitas y refrescos en una mastodóntica superproducción de, así a ojo, unas siete horas de metraje, en la que demostró que ni siquiera los efectos visuales de última generación pueden ocultar la abrumadora pesadez de una de las películas más artificialmente alargadas que han asaltado la taquilla en lo que va de siglo. Doblando (o triplicando, ahora mismo no estoy seguro) el metraje del título original, pero contando prácticamente la misma historia, el director neozelandés echa mano de los portentosos ordenadores de WETA para sobrecargar su película con agotadoras e interminables escenas de acción que, contra todo pronóstico, y supongo que buscando justo el efecto contrario, te hacen abrir la boca de aburrimiento más que de asombro, amén de hundir un guión excesivo al que ya le sobran la mitad de sus páginas. Especialmente concebido para las audiencias que luego se comprarán el videojuego u otros objetos de merchandising (de nuevo la sombra de los Anillos es alargada), el “King Kong” de Jackson no pasa de ser el capricho tontorrón y elefantiásico de un niño grande fascinado por el clásico de Cooper y Schoedsack al que las productoras le dieron manga ancha tras cubrirlas de millones de dólares con sus anteriores películas. Lástima que a veces los caprichos salgan caros.

Lo mejor: la última parte de la película.
Lo peor: evidentemente, le sobra metraje por los cuatro costados.