Cuando ves por primera vez "Lost in Translation" te queda clara una cosa; estas ante algo muy especial, una película hecha por alguien que pertenece a otra raza.
Y es que tiene el poso de las primeras películas del Padre Coppola, el ritmo pausado y reflexivo de "Llueve sobre mi corazón" y "La conversación", los diálogos perfectos (son casi poesía) que nos entusiasmaron en "El Padrino" o el carisma de los personajes de "La ley de la Calle" o la misma saga Corleone.

La película es Bill Murray. Sus gestos. Su rostro. Sus miradas nostálgicas de cincuentón, de perro "Pippin" abandonado en medio de la carretera por domingueros urbanitas.
Una joya imperecedera, que esperemos siga conservando su valor en visionados posteriores, cuando el mayor juez que es el tiempo le haga justicia.