Jean Jacques Annaud es responsable de un puñado de buenas películas y SIETE AÑOS EN EL TÍBET no se encuentra entre ellas, que, dejando de lado todo el trasfondo político de la cinta, del que uno se puede empapar leyendo los comentarios de algunos compañeros versados, soslayando lo relativo al pasado turbio del ario protagonista, en la obviedad de lo concerniente a las traiciones en tiempos de paz y en tiempos de guerra, se sigue uno topando con una historia más que lenta, artificiosa, y tremendamente ingenua. Y es que a alguien tan capaz de haber sostenido tramas con la sola potencia de unos cuantos acordes y el flamear de un fuego remoto, o con ruidos o ruiditos de úrsidos pequeños o muy feroces, se le tiene que presuponer lo suficientemente ducho en las artes de este mundo y del otro, que diría el abad de aquella abadía de El nombre de la rosa, como para no confiarlo todo a un paisaje o al carisma de un actor con el beneplácito, casi unánime, de todo el género femenino.
En ocasiones, como viene a subrayar el comportamiento de esa sastra de ojos almendrados durante el metraje, no basta sólo con la belleza, así sea de las montañas que conforman el techo del mundo o la de un muchacho que partía de Oklahoma para conquistar, igual que un escalador que llega a la cima, a una inmensa parte de las mujeres de la tierra.