Película compleja, sutil, inteligente, preciosa, libre, rica, llena de vida y de inmenso amor y profundo respeto a los negros, dramáticamente intensa y delicadamente humorística cuando toca, trágica, pero también a pesar de todo esperanzadora, combativa, conciliadora, clásica/iconoclasta, insólita/maravillosa, revulsiva/comprensiva, salvaje/compasiva, una variada paleta de colores, no solo el púrpura, para hablar de seres humanos tan bondadosos como a veces malvados, nadie es perfecto, con sus debilidades y su emociones, sus penas y sus culpas y alegrías, sus aciertos y sus errores, una mirada de maestro igualmente, por qué no decirlo, para hacer una pertinente crítica social y un canto a la mujer en todas sus formas y maneras y al hombre en sus grandes miserias y pequeñas victorias, una película adulta y honesta que demuestra que no se necesita recurrir a la brocha gorda, a añagazas o amaños de ningún tipo o a burdas manipulaciones groseras para contar tal cual las cosas sucedieron o suceden, continuo presente, para deslumbrar hasta al personal más renuente con escenas llenas de tensión y belleza, imposibles de prever, de alucinantes resultados, y con personajes creados al calor de la certeza y el sentido, en definitiva y resumen, para no extendernos más todavía si cabe, una obra perfecta, una de las mejores, en verdad la mejor de todas salvo quizás por un pequeño detalle sin mayor importancia y me refiero a ese canto general final en el que confluyen las dos aceras de la fe o la vida para estallar la comunidad entera en un éxtasis u orgía de felicidad a mi parecer de un discutible gusto, vulgar, frívolo, una mala nota que (casi, no) empaña o mancha una narración tan honrada e intachable, tan elevada y ajustada, tanta elegancia arracimada, sabiduría y altura de miras en canal abiertas, que (casi, no) le impide, ya en la prórroga, tocar el cielo con la yema de los dedos, justo eso.