Desde el primer minuto la dirección, el montaje y la música de Iréne Drésel nos hacen olvidar que estamos, supongo que cómodamente sentados en la butaca y nos unimos a esa carrera desenfrenada y funambulista de la protagonista, con la que no es difícil identificarse. La gran actuación de la versátil Laure Calamy nos lo pone fácil y la angustia nos agarra y no nos suelta hasta el final.

En un París frio y aséptico alejado de todo glamour y asediado por las huelgas de transportes se pone al descubierto la inmisericorde maquinaria capitalista donde los costes y beneficios no entienden de personas sino de unidades laborales y donde avanzar en la escala social es un lujo al alcance de muy pocos.

Los recursos de esta madre que intenta sacar adelante a sus hijos en soledad se van agotando a cada minuto que pasa en su periplo desde el extrarradio hasta el centro de la ciudad a un ritmo vertiginoso donde solo la solidaridad de algunos ciudadanos ante el caos consigue que no abandone la lucha, que no tire la toalla.

Sin excesos ni subrayados, Gravel convierte la existencia cotidiana de tantas Julies en un thriller plagado de incertidumbres.

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