No hay que dudar que todo lo que tenga el sello del Studio Ghibli por detrás siempre nos hará suspirar. La Tortuga Roja como hija merecedora detrás de su productora madre no es una excepción a esa regla. El filme es una evocación mágica a la vida misma y al ciclo natural, una fábula minimalista que nos hace mirarnos como lo que somos, instantes, solo instantes. En este viaje, en donde no se pronuncia ni una sola palabra, como símbolo perfecto de que somos una especie con habla que dice poco, el director nos muestra que la conexión es parte de todo, y que nuestra existencia está vinculada a respetar todo tipo de vida. La animación borda mucho lo que se encuentra en los acabados europeos, alejándose del estilo anime que tengan las entregas orientales del estudio. En este juego animado, los colores cobran especial protagonismo, y la naturaleza con toda su fuerza juega un papel primordial junto al protagonista. Es una lección de amor y paz, un juego divino en donde se entiende que el hombre es el único obstáculo conocido para coexistir en paz con un planeta que es sabio por sí solo. Un filme mágico, romántico e inolvidable.