Bajo el lema "Lo perfecto es enemigo de lo bueno", hay tantos aciertos en esta audaz empresa de Eastwood, que compensa notablemente sus fallos. Un guión a ratos confuso —cuando combina constantemente el pasado con el presente— se atreve a trabajar los datos escasos que existen sobre una personalidad tan admirada, odiada y temida como el creador del FBI, J. Edgar Hoover.

En el mar de lagunas, los aciertos son extraordinarios, empezando y terminando por la interpretación de Leonardo DiCaprio, un actor con unas capacidades impresionantes, y un potencial en la voz y la expresión corporal que lo convierten en el más grande de este momento con espléndida variedad de registros.

La selección del reparto es asombrosa, tanto en su "compañero" (una relación homosexual cuyos contactos carnales jamás se ven, en prueba fascinante de la falta de documentación, sugiriendo el amor absoluto de dos hombres que lo mismo nunca llegaron a tener relaciones sexuales), como en su madre (maravillosa Judy Dench) o su secretaria con la que comparte una adicción al trabajo excepcional: Armie Hammer en el amigo-socio-enamorado (no sabemos si amante), y Naomi Watts en una fase que le desconocíamos, completamente ajena a toda sensualidad.

Es posible que los maquillajes dejen un poso amargo, demasiado evidentes, pero no creo este asunto tenga suficiente peso para desacreditar una película que procura enfocar uno de los personajes más oscuros y a la vez apasionantes del siglo XX, capaz de un protagonismo que dura 48 años, bajo 8 presidentes, y que muere cuando su poder está a punto de terminarse bajo el gobierno de Nixon.

Las sutiles o apasionadas relaciones que circundan la trama (con la madre, con su "adjunto", con su secretaria) tienen tal nivel de elegancia y sugerencias que convierten los fallos en calderilla, frente a los formidables momentos de esplendor de una película imprescindible para acercarse a un perfil que se ha creado en una democracia, pero que puede trasladarse a cualquier dictadura: con un poder absoluto que le hace dueño absoluto de los gobiernos, con sus aciertos y sus monstruosidades.