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Antonio Morales rating:
7
7.5
14,182
Horror. Thriller
Meek clerk Trelkovsky takes over a Parisian flat from a woman who has committed suicide. He meets Stella, one of the woman's friends, and begins a tentative relationship with her, but runs afoul of his imperious landlord Mr. Zy, the offensive concierge, and another tenant named Madame Dioz who wants him to sign cruel petitions against people he doesn't know. Soon Trelkovsky is experiencing all kinds of hallucinations, mainly of people ... [+]
Language of the review:
- es
July 4, 2014
7 of 8 users found this review helpful
Polanski es un director muy interesante en su dilatada y abrupta carrera, que siempre va más allá de los textos en que se inspiran sus películas, en este caso, la primera novela de Roland Topor, pues no es un mero ilustrador sino que nos obliga a replantearnos, con detenimiento, y en otros términos a los comúnmente establecidos, la siempre comprometida relación entre el cine y la literatura. Entre otras cosas, porque su film tiene vida propia, texturas y vibraciones puramente cinematográficas, afines a las obsesiones creativas de Polanski. La locuaz puesta en escena del cineasta eleva permanentemente la intensidad dramática de la narración a la hora de subvertir el orden establecido, de quebrantar los hipotéticos límites de lo moral y físicamente tolerable esbozando, a veces, una desconcertada sonrisa, otras, un rictus de gélido horror.
No obstante, al igual que sucede entre Trelkovski – el nuevo y apocado inquilino del apartamento de la Rue Pyrénées – y Simone Choule – la anterior arrendataria - , entre Roland Topor y Roman Polanski existe una curiosa simbiosis artística y personal. Ambos comparten nacionalidad francesa aunque son judíos polacos; ambos han vivido, desde ópticas diferentes pero simétricas, los horrores de la guerra y el nazismo – uno desde la Francia ocupada; el otro desde el ghetto de Varsovia –; ambos ostentan un ácido sentido del humor negro, un retorcido placer por lo surreal incrustado en un marco realista, una visión siniestra del mundo y del ser humano.
“El quimérico inquilino” arranca con considerable virulencia las caretas impuestas por una sociedad cobarde e hipócrita y las sustituye por una moral de los instintos y las pesadillas. Nos habla de la soledad de un individuo en una gran urbe, como es París, pero no vemos la romántica y esplendorosa ciudad de luz, vemos su lado más sórdido. Trelkovski es tímido y cordial, encarnado por el propio realizador, enfrentado sin proponérselo a sociedad establecida, burguesa, amiga de policías y jueces, compuesta por moralistas, conspiradores y monstruos de anodina apariencia decididos a eliminar a todo aquel que no acate sus normas, que no se doble a sus exigencias.
La paranoia es en este caso colectiva, pone en peligro a un tipo tan volátil y poco coherente como Trelkovski, sus sentimientos proyectados hacia el exterior, se refractan destempladamente al entrar en un mundo de diferente naturaleza y enfermizo equilibrio. Y al volver a él semejantes sentimientos, reflejados en las decenas de almas viles y corrompidas que le rodean, aumentan su confusión y su desvarío. “El quimérico inquilino”, afecta al conflicto entre el cuerpo y el espíritu, entre el Bien y el Mal, entre el ciudadano común y el hombre endemoniado. Hay muchos agujeros, rendijas y aberturas: es el camino hacia el Otro Lado, el más allá con respecto a lo aparente… Cualquier boquete, cualquier orificio, supone pasar a otro plano dimensional, es la revelación de otro mundo.
No obstante, al igual que sucede entre Trelkovski – el nuevo y apocado inquilino del apartamento de la Rue Pyrénées – y Simone Choule – la anterior arrendataria - , entre Roland Topor y Roman Polanski existe una curiosa simbiosis artística y personal. Ambos comparten nacionalidad francesa aunque son judíos polacos; ambos han vivido, desde ópticas diferentes pero simétricas, los horrores de la guerra y el nazismo – uno desde la Francia ocupada; el otro desde el ghetto de Varsovia –; ambos ostentan un ácido sentido del humor negro, un retorcido placer por lo surreal incrustado en un marco realista, una visión siniestra del mundo y del ser humano.
“El quimérico inquilino” arranca con considerable virulencia las caretas impuestas por una sociedad cobarde e hipócrita y las sustituye por una moral de los instintos y las pesadillas. Nos habla de la soledad de un individuo en una gran urbe, como es París, pero no vemos la romántica y esplendorosa ciudad de luz, vemos su lado más sórdido. Trelkovski es tímido y cordial, encarnado por el propio realizador, enfrentado sin proponérselo a sociedad establecida, burguesa, amiga de policías y jueces, compuesta por moralistas, conspiradores y monstruos de anodina apariencia decididos a eliminar a todo aquel que no acate sus normas, que no se doble a sus exigencias.
La paranoia es en este caso colectiva, pone en peligro a un tipo tan volátil y poco coherente como Trelkovski, sus sentimientos proyectados hacia el exterior, se refractan destempladamente al entrar en un mundo de diferente naturaleza y enfermizo equilibrio. Y al volver a él semejantes sentimientos, reflejados en las decenas de almas viles y corrompidas que le rodean, aumentan su confusión y su desvarío. “El quimérico inquilino”, afecta al conflicto entre el cuerpo y el espíritu, entre el Bien y el Mal, entre el ciudadano común y el hombre endemoniado. Hay muchos agujeros, rendijas y aberturas: es el camino hacia el Otro Lado, el más allá con respecto a lo aparente… Cualquier boquete, cualquier orificio, supone pasar a otro plano dimensional, es la revelación de otro mundo.