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Servadac rating:
7
5.8
2,669
Thriller. Drama. Mystery
Northern China, 1999. The grisly discovery of several corpses is made in a small town. A bloody incident during the attempt to capture the alleged murderer leaves two police officers dead and another badly injured. The surviving officer Zhang Zili is suspended from duty; he takes a job as a security guard at a factory. Five years later, another series of mysterious murders occurs. Aided by a former colleague, Zhang decides to ... [+]
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- es
October 9, 2014
51 of 66 users found this review helpful
¿Qué le pasa a China? ¿Por qué ‘Black Coal’ parece concebida por un Henning Mankell oriental? ¿Por qué la asocio mentalmente, en su feísmo, a ‘Naturaleza muerta’ de Jia Zhangke? ¿Dónde quedó la épica roja y revolucionaria de la Larga Marcha? ¿Qué fue de aquellos ídolos con pies de barro y sangre en las axilas? Como dice un gran amigo mío, si China es el futuro, la humanidad carece de futuro.
Diao Yinan quiere ofrecernos un retrato de la China postmoderna. Y qué retrato. Todo en esta cinta es horroroso, cutre, repelente. La dirección artística –atrezo, vestuario, cortes de pelo, y muy en especial, las localizaciones–, en su apuesta innegociable por la fealdad, es impecable. El sonido –ese chirrido del columpio, en la noria; el crujir de los patines en el hielo– el sonido, digo, refuerza el desagrado y el desasosiego. La paleta de colores oscila entre el brillar hortera de las luces de neón y el tono grisáceo de la nieve sucia. Qué feo todo, y qué triste.
Asesinar, descuartizar, dispersar los restos. ¿Para qué? Como en una novela de la saga de Kurt Wallander, nos sentimos perplejos, desarmados, frente a la barbarie de apariencia gratuita. Siento que el espíritu, aséptico, de Anton Chigurh –el villano imaginado por los Coen y encarnado por Bardem– sobrevuela la ciudad manchú de provincias en que trascurre el film.
Y ese avanzar, tan fláccido, de la trama, como hacia ningún sitio, sin rumbo ni destino… Semejante en cierto modo a ‘Zodiac’, de David Fincher, un Fincher sin burbujas. La indolencia de los fotogramas, el fluir de un río enajenado, resuelto en ciénaga.
Escribe el director: “Quería realizar una película policiaca que retratara la China contemporánea. Mi objetivo no era imaginar solamente una trama y darle respuesta, sino restituir al máximo lo que constituye nuestra nueva realidad.” La nueva realidad resulta ser un páramo cortante, un yermo desolado y hueco, postrevolucionario e industrial, que va desembocando –despacio, muy despacio, igual que un hongo o un tumor– en un capitalismo fofo y desalmado.
Desalmado. La China retratada por Diao Yinan es un país sin alma ni verdor. Un país que produce escalofríos, inhóspito, inclemente, similar a esa Finlandia de tabaco, alcohol y flores chuchurrías marca de la casa Kaurismäki.
Un país sin alma es algo aterrador. El horror mismo.
La escena en que se entregan las cenizas –ese recinto, funcionarial, sin religión ni dioses– se me adhirió al estómago, igual que una lombriz, con su carga de vacío geométrico.
Y la luz. O la falta de luz. O la luz contaminada. Un blanco tan malsano como el blanco pastoso de los grandes maestros del terror: Poe, Lovecraft o el Melville de la inmensa Moby Dick.
El blanco antártico en que vive y asesina el ente de ‘La cosa’.
Frente a todo ello, un antihéroe «made in China», como adquirido en las rebajas o en la tienda «todo a un euro» de una calle lateral. Un hombre en busca de sí mismo, un perdedor… Si China es el futuro, que la ausencia de Dios nos pille confesados.
Diao Yinan quiere ofrecernos un retrato de la China postmoderna. Y qué retrato. Todo en esta cinta es horroroso, cutre, repelente. La dirección artística –atrezo, vestuario, cortes de pelo, y muy en especial, las localizaciones–, en su apuesta innegociable por la fealdad, es impecable. El sonido –ese chirrido del columpio, en la noria; el crujir de los patines en el hielo– el sonido, digo, refuerza el desagrado y el desasosiego. La paleta de colores oscila entre el brillar hortera de las luces de neón y el tono grisáceo de la nieve sucia. Qué feo todo, y qué triste.
Asesinar, descuartizar, dispersar los restos. ¿Para qué? Como en una novela de la saga de Kurt Wallander, nos sentimos perplejos, desarmados, frente a la barbarie de apariencia gratuita. Siento que el espíritu, aséptico, de Anton Chigurh –el villano imaginado por los Coen y encarnado por Bardem– sobrevuela la ciudad manchú de provincias en que trascurre el film.
Y ese avanzar, tan fláccido, de la trama, como hacia ningún sitio, sin rumbo ni destino… Semejante en cierto modo a ‘Zodiac’, de David Fincher, un Fincher sin burbujas. La indolencia de los fotogramas, el fluir de un río enajenado, resuelto en ciénaga.
Escribe el director: “Quería realizar una película policiaca que retratara la China contemporánea. Mi objetivo no era imaginar solamente una trama y darle respuesta, sino restituir al máximo lo que constituye nuestra nueva realidad.” La nueva realidad resulta ser un páramo cortante, un yermo desolado y hueco, postrevolucionario e industrial, que va desembocando –despacio, muy despacio, igual que un hongo o un tumor– en un capitalismo fofo y desalmado.
Desalmado. La China retratada por Diao Yinan es un país sin alma ni verdor. Un país que produce escalofríos, inhóspito, inclemente, similar a esa Finlandia de tabaco, alcohol y flores chuchurrías marca de la casa Kaurismäki.
Un país sin alma es algo aterrador. El horror mismo.
La escena en que se entregan las cenizas –ese recinto, funcionarial, sin religión ni dioses– se me adhirió al estómago, igual que una lombriz, con su carga de vacío geométrico.
Y la luz. O la falta de luz. O la luz contaminada. Un blanco tan malsano como el blanco pastoso de los grandes maestros del terror: Poe, Lovecraft o el Melville de la inmensa Moby Dick.
El blanco antártico en que vive y asesina el ente de ‘La cosa’.
Frente a todo ello, un antihéroe «made in China», como adquirido en las rebajas o en la tienda «todo a un euro» de una calle lateral. Un hombre en busca de sí mismo, un perdedor… Si China es el futuro, que la ausencia de Dios nos pille confesados.
SPOILER ALERT: The rest of this review may contain important storyline details.
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Spoiler:
Dos planos que no me resisto a mencionar:
• La presentación de Wu Zhizhen (la chica interpretada por Gwei Lun-Mei) con la cortina densa de cabello negro ocultándole el rostro. Una esfinge manga de apariencia frágil, huidiza… y atrayente, como una mantis religiosa.
• El plano de la fachada de la casa de juego, con sus neones espectaculares. Símbolo inequívoco y potente del Capitalismo.
===
Recuerdo que en ‘Naturaleza muerta’, en cierto momento, un edificio despega extrañamente, convertido en nave que se aleja de la tierra.
El final, en ‘Black Coal’, insiste en el misterio. Los petardos y fuegos de artificio son la única salida coherente al laberinto –histórico, social, existencial– que se plantea en la película.
En un entorno tan viciado, el baile de Fan Liao no es vitamina suficiente como para respirar.
En un episodio de la espléndida ‘The Wire’, dos policías (McNulty y Bunk) reconstruyen un asesinato, visitando el lugar del crimen y punteando el ritmo de la escena con frecuentes “fuck” exclamativos. El tempo es magistral. El espectador conoce ya los hechos, narrados previamente por otro personaje. Vemos el homicidio con los ojos de la mente y sin diálogos.
‘Black Coal’ concluye con un absurdo e indolente periplo de fotos rutinarias: “señale hacia allí, colóquese allá.” Un trámite legal y obligatorio que precede a la condena. Si la inercia sustituye a la emoción, será que el alma ha fallecido.
• La presentación de Wu Zhizhen (la chica interpretada por Gwei Lun-Mei) con la cortina densa de cabello negro ocultándole el rostro. Una esfinge manga de apariencia frágil, huidiza… y atrayente, como una mantis religiosa.
• El plano de la fachada de la casa de juego, con sus neones espectaculares. Símbolo inequívoco y potente del Capitalismo.
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Recuerdo que en ‘Naturaleza muerta’, en cierto momento, un edificio despega extrañamente, convertido en nave que se aleja de la tierra.
El final, en ‘Black Coal’, insiste en el misterio. Los petardos y fuegos de artificio son la única salida coherente al laberinto –histórico, social, existencial– que se plantea en la película.
En un entorno tan viciado, el baile de Fan Liao no es vitamina suficiente como para respirar.
En un episodio de la espléndida ‘The Wire’, dos policías (McNulty y Bunk) reconstruyen un asesinato, visitando el lugar del crimen y punteando el ritmo de la escena con frecuentes “fuck” exclamativos. El tempo es magistral. El espectador conoce ya los hechos, narrados previamente por otro personaje. Vemos el homicidio con los ojos de la mente y sin diálogos.
‘Black Coal’ concluye con un absurdo e indolente periplo de fotos rutinarias: “señale hacia allí, colóquese allá.” Un trámite legal y obligatorio que precede a la condena. Si la inercia sustituye a la emoción, será que el alma ha fallecido.