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España España · Cádiz
Críticas de Jsancha
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Críticas 11
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
10
5 de febrero de 2017
5 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un lugar de infinitas posibilidades debería ser por lógica un espacio donde uno puede toparse de repente y de bruces con la vida. A la pregunta inevitable sobre qué es esa «vida» intenta darle respuesta Westworld y todo el magnífico equipo que se ha centrado en, valga la redundancia, «dar vida» a esta obra de arte. La serie tiene su germen en una película de título homónimo de los años setenta, dirigida por Michael Crichton, padre también de la famosa novela Jurassic Park, que más tarde Spierlberg inmortalizaría en aquel apabullante filme al que no pocas cosas nos recuerda esta creación. En este caso, no asistimos a un parque de dinosaurios, sino a uno de personas, perdón, de androides, robots con aspecto y comportamientos muy humanos que sin embargo parecen deambular en ese lejano oeste solo para deleite y disfrute de los newcomers o guests, los visitantes que llegan del mundo real con ansia de aventuras o con el osado objetivo de «encontrarse a sí mismos» y con la ventaja de que no pueden ser ni heridos ni ultrajados, ahí donde los actos parecen no tener reales consecuencias, donde la conciencia podría quedar apartada en un cajón.

La realidad o nuestra certeza sobre lo que es falso o ficticio no es un debate nuevo ni ha sido abierto con Westworld, pues esta cuestión quijotesca es la que recorre la espina vertebral de toda la filosofía y la literatura desde los griegos hasta el día en que vivimos. Observada desde diferentes encuadres, esta pregunta entronca con el origen de la empatía o el lugar que ocupa en el cerebro la conciencia, la memoria, la religión y toda la historia de la espiritualidad, así como el inacabable asunto del libre albedrío, Dios o el destino de los hombres. La buena ciencia ficción ya ha versado sobre esto en otras ocasiones: recordemos Blade Runner, BattleStar Galactica o la misma y excelente actual Black Mirror. Estamos hablando y preguntándonos constantemente sobre la naturaleza de nuestra existencia. ¿Somos fruto del azar y de la unión de unos átomos o hay detrás de nosotros un experto tejedor de historias, un creador, un tirititero que mueve nuestros hilos? Westworld es la caverna de Platón, y sus androides, análogos a nosotros al preguntarnos sobre nuestro origen y rezar a nuestros dioses, curiosos que anhelan ver la luz más allá de las cosas o del espacio conocido.

Toda la atención del argumento es una sencilla –más bien compleja– excusa para mostrarnos el peligro de ser humanos y lo lejos que pueden llegar nuestras propias creaciones. Ese miedo a que algo creado por nosotros mismos nos rebase y nos supere es precisamente ese conflicto entre ambos mundos y las discusiones constantes sobre «a quién pertenece» cada parcela del juego. Es el mismo debate sobre la inteligencia artificial y la robótica, sobre hasta qué punto jugar a ser dioses nos podría salir caro. Hay una pregunta ética que sobrevuela a todas estas anteriores cuestiones y que es con lo que comenzábamos este texto: ¿qué es estar vivo? ¿Somos meros receptores de órdenes, víctimas de un causa-efecto condicionados por las leyes de la física y del universo? En ese sentido, nada nos diferenciaría mucho de una máquina o un robot. ¿Qué ocurre si esta máquina acaba por tener conciencia, o sea, es capaz de escucharse a sí misma, de improvisar e innovar sus códigos, de generar sentimientos y sufrir?

Westworld, guiada magníficamente por la apoteósica y siempre certera música de Ramin Djawadi, así como por las memorables actuaciones de todos y cada unos de sus actores, además de guionizada por uno de los hermanos Nolan, se adentra sin miedo en este debate filosófico y ofrece con cada episodio unas respuestas a saborear con calma y con tiempo. Un amor no superado que nos desgarra todavía por dentro, la comezón de un sentimiento extraño que se apodera de nosotros sin ser aún conscientes de su peligro, el ansia por la libertad de penetrar a un mundo nuevo o de luchar contra los dioses que, egoístas, nos crearon para divertirse… cualquier excusa vale dentro de este parque, cualquier motivación nos conduce de lleno en este viaje a un lejano oeste donde se pone en jaque a la inteligencia. Porque en el germen de toda creación existe un miedo primigenio: que lo imaginado acabe siendo verdaderamente real, que nos supere o que incluso acabe con nosotros; que, como decía Unamuno, el Quijote llegue a tener más vida que el propio Cervantes una vez muerto.

(http://www.obliviamare.es/bitacora/2017/01/26/westworld-y-los-limites-de-la-inteligencia/)
Jsancha
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8
11 de marzo de 2011
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La fragilidad con la que concibe un artista su obra ha sido siempre un asunto delicado. No importa que hablemos de un cineasta, un pintor, un escritor, un comediante o un bailarín, aunque en este caso hablamos de una bailarina. Existe un lazo indivisible en esa clase de pasiones que puede convertirse en lo obsesivo, normalmente en búsqueda de algún tipo de perfección que el ser humano todavía desconoce. Uno quiere hacerlo pero siempre del mejor modo narrable. La oscuridad está en todo y no es posible que el cisne blanco baile con naturalidad si no se apoya en su otra mitad, el cisne negro. Darren Aronofsky nos trae en su fantástica adaptación de El lago de los cisnes el tema romántico del doble, el juego de espejos, el yin y el yang, Jeckyll y Hyde, dos esferas para una misma cosa: el todo que nos compone. Es imposible ser sin existir entre estas dos mitades que, al final, forman parte de nosotros como el aire o el agua, la luna o el sol, forman parte del mundo. Rechazar cualquiera de ellas sería desposeernos de nuestra propia humanidad. Aunque existe un miedo en esa obsesión del artista, un temor que esta película refleja desde el primer hasta el último minuto: permitir que aquella se convierta en la única salvedad, porque entonces estaremos condenados a la carrera obsesiva del delirio, la locura, los terrores, las alucinaciones, la corrupción del cuerpo y del alma, la inestabilidad, lo negro, la muerte. Alcanzar la perfección en este caso fue divino pero también fue la tragedia.

Además, existe en la narración de esta ópera al cine que nos ofrece Aronofsky un atrevido juego en los niveles de la ficción y la realidad que también terminan por mezclarse. La chica virginal y pura que se convierte en cisne y necesita el amor para romper el hechizo, interpretada por una fabulosa Natalie Portman, se debe enfrentar, al entrar en este caótico terreno de las emociones, con su yo oscuro, con el cisne negro, aquel que es capaz de dar la fuerza, la belleza y la seducción a la persona pero que, al mismo tiempo, es capaz de destruirla. Existe miedo al enfrentar esta clase de locura que pertenece a todos nosotros con nuestra inocencia, pero es necesario para convivir en un mundo de claroscuros, para despertar. Dentro de la película, la protagonista va sufriendo, como el actor que interpreta un papel, la metamorfosis de lo que siente a la hora de bailar la ópera, esa historia de baile, amor y obsesiones. Se va transformando y vive esas dos historias tan importantes dentro de ella. Al mismo tiempo pero en otro lugar, en ese distinto nivel de la narración, la protagonista es asimismo una actriz que está interpretando otro papel para una película. El juego de espejos funciona también en los dos niveles narrativos que se nos presentan.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Jsancha
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1
24 de febrero de 2010
45 de 70 usuarios han encontrado esta crítica útil
De verdad que no entiendo cómo se puede intentar sacar tanto mensaje ante una paja intelectual de un autor aburrido y con ganas de aburrir, también, al público.

El pensamiento de que hoy día, desde hace ya bastante tiempo, se hace un cine de mierda, es muy válido. Que no se hacen videojuegos o novelas con guiones inteligentes, que se basan más en el efecto especial y en la música para que prime cualquier otro elemento antes que el primario, el que tiene que estar de fondo, el que hace desnudar a la película con un buen par de tetas. Lo mismo que si una mujer que consideres fea y de mal ver se viste y se maquilla con pretensiones, puede acabar pareciendo un dulce manjar: el cine de artificio, la mentira de la que hay que huir. Me parece que es algo hasta sensato, pero no podemos basarnos en este pensamiento para apoyar la realización de este bodrio sin razón de ser porque al director le sobraran unas monedas y quisiera invertirlas en un proyecto lleno de más ego que otra cosa. Porque en el fondo atisbamos eso, a Zulueta por todas partes queriendo hacerse pasar por el pobre yonqui de la narrativa audiovisual, carcomido por su arrebato, no llegando nunca a encontrar esa tan ansiada obra sublime, perfecta, de la que Juan Ramón Jiménez, neurótico perdido, supo tanto y no supo nada.

Para mí el cine tiene que ser, ante todo, inteligente, en el auténtico sentido de la palabra: tiene que demostrarme que está ahí para mí, que puede engañarme, convencerme y persuadirme de cualquier cosa. Lo puede hacer con un buen guión, con una bonita fotografía o una música deliciosa, por ejemplo. O con todas ellas mezcladas. El medio audiovisual tiene que servir para eso, aunque obviamente el exceso de alguno de sus elementos siempre pueda acabar afeándolo. Arrebato, a diferencia de lo que muchos expresan, no es la muestra de que «para hacer cine sólo se necesita una cámara, sin elementos extras que sobran y dan por culo», sino de que un mensaje de tres líneas como el que tiene esta película, asfixiante y hermoso eso sí, no puede alargarse hasta la saciedad sin considerar otros elementos necesarios para su cometido, como la coherencia en el guión, la música, las actuaciones, lo visual. Porque entonces estamos ante un proyecto fallido o, citando la propia película, ante «una paja sin correrse».
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Jsancha
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10
9 de diciembre de 2009
15 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Durante un tiempo me he instalado en la familia Fisher. Hacía mucho que no veía un producto televisivo tan crudo a la vez que realista. Por ello quizá me ha dejado vulnerable. Si uno de los sentimientos más temidos por el que busca algo con que satisfacerse es la indiferencia, el que visiona los capítulos de esta serie se dará cuenta de que es ese sentimiento precisamente el único que nunca invade la pantalla. Cada personaje y cada historia que dan pase por nuestros ojos causan siempre alguna sensación.

Six Feet Under es uno de esos lugares a los que uno acude para llorar o, por el contrario, hacerse con fuerzas para afrontar la verdadera voluntad de la vida y de la muerte. Esos hilos que nos unen con tanta débil fatalidad. El vínculo que puede mañana haberse roto. Es triste y densa, aunque admirable. Como un gigante que nos aplasta pero al que queremos ayudar.

Sus personajes nos dejan ver a través de sus ojos el largo recorrido de esta familia, sus desdichas y sus pocas alegrías, la miseria y el amor. Hay capítulos en los que sobrecogerse ya sabe a poco, y otros en los que sencillamente, estás viviendo. Viviendo esa otra vida, junto a los Fisher. Es una saga, el horizonte en continuo desarrollo de unos seres que convivieron junto a la muerte, la descripción dantesca de una familia y su entorno a lo largo del tiempo.

Lo depresivo que es ver Six Feet Under se solventa con ese final maravilloso. Esos minutos en los que la tristeza se hace amor y en los que el círculo y la ficción se cierran.
Jsancha
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10
9 de diciembre de 2009
11 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
The office (UK) comienza precisamente en donde acaban la mayoría de las series, en el patetismo y la autocrítica; de ahí mismo es donde Ricky Gervais y Stephen Merchant aprovechan la originalidad del absurdo para llevar a nuestra rutinaria vida, una oficina cualquiera de una empresa cualquiera, el humor de lo sobresaliente y lo estrafalario como evasión de un espacio oscuro, monótono y maquinizado, canalizando todo nuestro odio en su catarsis, camino glorioso hacia escenas gloriosas y, también, a una historia de un amor imposible con el siempre idílico resquicio de la esperanza, amén de convertirse, justo al final, en un mágico cuento de hadas –el amor–, rompiendo el cansancio de esas cámaras pegadas a trabajadores cansinos y hastiados, rompiendo los moldes de un escenario completamente gris y obtuso donde los más variopintos personajes se juntan para dar lugar a un circo –el humor–. Esos son los dos pilares sobre los que se recrean los directores y donde un reparto de actores desconocidos hace maravillas y delicia con sus expresiones, palabras, y actos. Es importante rescatar el humor, y más si se hace de una forma tan hermosa y justa. Dos temporadas perfectas, con dos capítulos finales que sobrepasan lo perfecto. Martin Freeman comenta fuera de la serie que cuando se retransmitió el último episodio, su móvil sonó más de quince veces. Eran amigos que le decían “estoy llorando”. Pues bien, eso es todo: la ironía del humor y el llanto en clave de arte. De la risa a la lágrima sólo te llevan los genios de la mano, Ricky Gervais lo hace no sólo dentro de cámara, sino también fuera de ella, seguramente ahí resida la magia de que haya salido lo que ha salido: una obraza inclasificable.
Jsancha
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