Al salir del cine me espetó mi sobrino Hugo (cuando le pregunté qué le había parecido) que bien, pero que estaba llena de clichés. Y no le faltaba razón, a estas alturas (y aún siendo un arte -el del cine- relativamente joven) qué difícil es huir de los clichés: qué es si no La la land, un enorme cliché toda ella. Pero está bonita esta historia sobre huérfanos con sueños casi imposibles, malos malísimos, vidas que ya no esperan redimirse... y París, y el palacio Garnier, y la Tour Eiffel a medio hacer. A pesar de esas canciones empalagosas (en inglés, ahí sí hubiera preferido el cliché de la música francesa) Ballerina se levanta y alza su danza como un producto de animación muy digno y entretenido.

Es un reflejo, un brillo, un querer y no poder en la música, los bailes... y el caso es que los actores no están mal. Se fía demasiado a las intenciones, las expectativas... y se queda a mitad.

Qué te ocurre cuando ves al hijo, la hija de una persona a la que admiras profundamente y te quedas boquiabierto, asombrado, porque ves a esa misma persona (con toda su personalidad, carácter, belleza, brillantez, crudeza, inteligencia... casi la misma forma de hablar, prácticamente el mismo pensamiento... ) pero sin el velo del prejuicio; el hijo, la hija es igual pero a nuestra visión se muestra sin impurezas, sin la carga, sin el fardo humano del padre, de la madre, y paradójicamente resulta tan auténtico como aquellos aun siendo una persona distinta. Pues eso me pareció la película de Bille August con guion de Inmar Bergman: el mejor Bergman sin Bergman, o a pesar de Bergman, o sobre Bergman.
Y luego está el silencio. El silencio (las tres veces que he visto la película) al volver a casa, al coger el autobús, al acostarme, al levantarme a la mañana siguiente.
Es condición indispensable verla en versión original.