Hay un diálogo prodigioso, que justifica la película como genial más allá de las chuches que forman las intrigas, los nazis, los espías torvos y el uranio cosecha de 1932. Es la escena del balcón, a los veintitantos minutos de la película. Hay una carnalidad y naturalidad asombrosa por la que uno se siente violento, como un mirón que compartiera indecentemente la íntima complicidad de los amantes. ¿A quién le importa que Alicia Huberman sea borracha y casquivana?. Ellos se acarician, se tocan, se hablan con el borde de la boca: “- Que bien se está aquí. - Hay que salir, tenemos que comer”. Se dibujan el rostro con dedos recién descubiertos, parecen recién casados y se comprenden por los ojos, el ansia en el abrazo; por la carne, por el elegante sudor y el sueño compartido: “Comemos con los dedos”. Todo es susurro sexual sin mostrar media teta. “Cuando deje de quererte ya te avisaré”. Huele a Río de Janeiro, hay vistas a la playa y estamos al Sur. Porno puro.

Un canto al sentido común en contra de la respetable infelicidad de las convenciones. El buen salvaje en estado puro, o sea Bruno Cortona. Al Lancia Aurelia le falla una bujía, pero no importa ante el olfato maravilloso para detectar mujeres en los cruces de caminos, al final no hubo nada, tan solo la aventura del por si acaso. El planteamiento es revolucionario, deja ocurrir la vida; vivir es aquí y ahora, aprovecha el placer donde lo encuentres. El resultado es un desastre total entre broncas, multas, placer y prisa. Algunos nos mareamos, como Roberto Mariani, no sabemos si del humo del puro o de puro miedo ante la vida, otros lo llaman timidez, decencia o equilibrio. ¿Bruno Cortona es amoral o inmoral? Y mientras nos respondemos a la pregunta, Pippino de Capri interpreta el Don't Play That Song de Ben E. King, nos enamoramos de Catherine Spaak en traje de baño y las secuencia de playa de Dino Risi son el plano de nuestra infancia. Roberto dice que fue el mejor día de mi vida, otros mueren sin haberse atrevido. ¡Que 100 minutos!

Versión cinematográfica del cuadro de Goya, en el que enterrados hasta la rodilla y enfrentados, dos hombres se apalean hasta la muerte. Como también “El luchador" de Aronofsky, representa el reverso sombrío de algunos deportes, donde todo el músculo no llega apenas para un minuto de gloria, y a costa de terribles patadas físicas y sociales. Vigorexia para que te olviden; K.O. inevitable entre drogas, otras coces y cuatro perras anabolizadas malamente para la autoestima irremediable de estos colosos con pies de porcelana. Un oficio o una pesadilla al servicio del circo occidental. El ring es el mundo y la barbilla paga las facturas. “Tengo unas bocas que alimentar” (espeluznante testimonio), y a zurrarse la badana; de donde se deduce que la violencia no es ningún valor, al menos en este estupendo documental donde los puñetazos se cuelan por todas partes y a ti termina doliéndote hasta la caspa. Gladiadores desterrados, rostros que parecen tallados a golpe de tren de mercancías; las cornadas del hambre y todo eso. Es patético, deberían provocar miedo y producen misericordia. Quizás por eso, Arthur Cravan, el púgil poeta, pedía que rellenasen sus guantes con rizos de mujer.

Niño rico mal criado arruina la felicidad de su madre para arruinarse a continuación. En el camino el automóvil y el progreso hacen frente a la vieja aristocracia terrateniente. Como el Gatopardo. Ahora, tostonazo maestro. Ambición formal y prodigio técnico al servicio del empalago barroco. No veo más allá. A propósito, cuesta creer que las grandes fortunas Americanas que surgieron en los años en que parece discurrir la peli, se debieran a personajes en que parecen todos gilipollas. Ni de coña. Lo mejor, las ganas que te entran de repartir unas cuantas leches al niñito de las pelotas.

A principio de los sesenta, en una Alemania ocupada por los aliados, unos soldados, bárbaros ociosos, se encuentran con un bomboncito froilan a la que violan sin desprenderse ni de sus condecoraciones ni de su valor embotellado. Kirk Douglas es el abogado encargado de defender a las joyas del US Army para los que piden pena de muerte. En el juicio sale a relucir lo mejor de cada casa y los alemanes son representados como unos burgueses conformistas y cotillas merecedores de Adolfo aún en pleno "milagro alemán". Banda de Gene Pitney y Tiomkin. Ambientación “sixties”, “haigas” y “twist and shout”, más el talento interpretativo de un Kirk Douglas en su mejor época. El desolador final es todo un canto a la desesperanza del ser humano y de los jóvenes en particular, en una sociedad hipócrita con unos valores que no lo son. La película es previsible y en eso se nota el paso del tiempo. Nos hemos convertido en astutos zorros espectadores y nos han manipulado tanto, que ya no cuela.