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Críticas de Leticia González
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Críticas 11
Críticas ordenadas por utilidad
7
22 de febrero de 2023
71 de 86 usuarios han encontrado esta crítica útil
En anatomía humana, la glabela, del latín glabellus [sin pelo], ocupa el área del rostro delimitado por la nariz y las cejas. También llamado «triángulo de la tristeza» en virtud de las arrugas que se marcan al fruncir el ceño, se trata del rasgo definitorio de la decrepitud humana.

El sueco Ruben Östlund, recién erigido en cronista oficioso del declive de occidente, la inmoralidad neoliberal, y la indecencia de la clase dominante, certificando, por si a alguien le quedaba alguna duda, su músculo en Europa, con una segunda Palma de Oro en Cannes que huele a Oscar, nos brinda esta sátira con tintes de comedia negra, por no decir marrón [ya sabrán cuando la vean], sobre las miserias y excentricidades de los millonarios, y sus limitaciones toda vez son extraídos estos de su zona de confort.

Con el superficial universo de la alta costura a modo de lienzo sobre el cual desplegar la tiranía de sus modistos, publicistas, agentes y estilistas, la cinta manifiesta sin disimulo su voluntad de no dejar títere con cabeza, empezando por los maniquíes, quienes en última instancia exponen la moda a través de un ridículo catálogo de poses picassianas, para continuar con los propios consumidores del prêt-à-porter, en tanto caen [caemos] con vergonzante facilidad en la trampa del frívolo mercado, reducido aquí a una mera dicotomía; Balenciaga versus H&M; el labio adusto y la ceja escéptica en los anuncios comerciales del primero, versus la sonrisa gingival en los del segundo. ¿Quién quieres ser hoy?, parecen preguntar.
Y qué mejor escenario para esto que un espectacular showroom decorado con lo último en efectos lumínicos y musicales, bajo el falso eslogan «Todos somos iguales», que vemos proyectado con letras parpadeantes en la pasarela. Mientras, el staff, levanta de sus butacas a varios asistentes de primera fila, acomodando a un grupo de VIPs que acaban de llegar de improviso, y que bien podría tratarse de las sosias de las Kardashian, recordándonos que en absoluto somos todos iguales.

Para ilustrar la tragicomedia del universo publicidad y moda, se sirve el sueco de una joven pareja de tops/influencers de éxito, interpretada con solvencia por el inglés Harris Dickinson, y la sudafricana Charlbi Dean [fallecida repentinamente en agosto del pasado 22].
Su competitividad va más allá de la connatural a la propia industria y sus respectivos análogos, midiéndose tête à tête en un tenso pulso de pareja, al tiempo que se nos emplaza a reflexionar sobre los roles de género aquí deconstruidos, y las nuevas masculinidades confrontadas al machismo clásico, mal llamado romántico.

Segundo acto, que bien podría titularse «un ruso capitalista y un yankee marxista, discutiendo sobre política a bordo de un yate de 250 millones», o el retrato de occidente y sus contradicciones. La condena recae esta vez, rozando la misantropía, ya no solo sobre las élites, a quienes perfila como seres torpes, ineptos y grotescos en las interacciones con cualquiera que no pertenezca a su misma casta, sino a las clases humildes, que aguardan como perros serviles los restos de sus amos bajo la mesa.

Una segunda parte, independiente de la primera aunque interconectada por medio de la pareja de influencers, trufada de escenas explícitas en lo gráfico, tan escatológicas que hasta al más impertérrito de los espectadores se le revolverán las tripas, entre vómitos, aguas fecales, Moët, ostras en mal estado y el vaivén de una embarcación a merced de la tormenta que intuimos, aunque no lleguemos a verlo en pantalla, termina naufragando.

Pese a que todo en la cinta es política, puede que esta sea la parte más disfrutada por los idealistas.
Se trata de una crítica a la sociedad burguesa, al «trabaja-consume-muere», y a las hordas de
imbéciles autorizados en cuyas manos están nuestras vidas, tocados por una suerte de privilegios lacerantes e injustificables despilfarros, poniendo sobre la mesa los derechos laborales, el racismo, la servidumbre y el clasismo en un barco de tres plantas que representan los tres estratos de la misma sociedad que lo habita, y donde los trabajadores racializados de la sala de máquinas son tomados por polizones, peor aún, por piratas, a ojos de los pasajeros blancos que disfrutan del jacuzzi en cubierta.

Notable un Woody Harrelson interpretando al capitán del yate y el único capaz de tratar de tú a tú a los snobs, aunque para ello parezca abocado a una embriaguez crónica.


Se me antoja tremendamente divertida esta ya antigua moda de hacer mofa con los ricos y sus excentricidades, en cine y televisión. Se me ocurren a bote pronto varios títulos que pude celebrar no ha tanto; Nine Perfect Strangers [Amazon], The White Lotus [HBO], El menú [Disney+], Puñales por la espalda [Netflix], Sucession [HBO], Parásitos [Amazon], en torno a millonarios insolentes terriblemente parodiables, situados ahora en ese contexto distópico del «saber hacer», el del apagón tecnológico, el del paraje remoto, inhóspito, sin wifi, sin teléfono, perfectos inútiles incapaces de limpiarse el culo por sí mismos; perplejos al comprobar que sus Patek Philippe no son suficientes para pagar a alguien que sabe pescar o hacer fuego. Tan torpes y desconectados de la realidad.

Más allá del consuelo que nos brinda el breve instante en que nos sentimos superiores a ellos, en tanto somos más hábiles, acaso capaces de sobrevivir en un hipotético escenario hostil, y resulta placentero reírse abiertamente de los patéticos modales de los ricos de ficción, lo cierto es que cuando los ricos del mundo real regresan a sus mansiones reales, toda vez han consumado el paripé del «charity washing», arrojándonos un puñado de migajas para que pensemos, ¡mira cómo molan!, son ellos quienes en realidad se ríen de nosotros.
Leticia González
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9
31 de julio de 2018
31 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sabe perfectamente Jean-Marc Vallée, cómo incomodar al espectador, situándole justo al otro lado de la mirilla.
Ya lo hizo con Big Little Lies; ese extraño conflicto que te produce saberte en un lugar reservado al ámbito familiar más íntimo y doloroso. ¿Miras u optas por apartar la vista?

Y de nuevo, como en aquella, son los personajes femeninos en constante tensión, los que sostienen una trama que tan pronto emerge, se hace adictiva (coagula). En este caso se nos revelan en yunta, la indiscutible Amy Adams, y una Patricia Clarkson, que, tras su impecable interpretación en La Librería de Coixet, se ha consolidado, con permiso de Tilda Swinton, como mi antagonista favorita.

Ya son cuatro los capítulos emitidos de este sórdido thriller psicológico cuyo punto de partida y desarrollo, es un hermético pueblo de Missouri, que aquí nos recuerda al gore rural de True Detective, y allí al inquietante misterio de Top of the Lake, y que me mantiene latiendo por sus originales créditos iniciales, el baile perfectamente orquestado de escenas en retrospectiva, delirios y realidad, transportándote a la mente en continua lucha de su protagonista; una joven periodista que regresa a su casa natal para enfrentarse a los fantasmas del pasado y a los demonios del presente.
Leticia González
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8
1 de octubre de 2023
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Llegué a «Las flores perdidas de Alice Hart» obedeciendo al providencial criterio que Jorge Pina, con quien en lo que a cine se refiere tantas veces he coincidido, a bien tuvo poner en mi haber. Eso sí, decidida a abandonarla si el primer capítulo no me ofrecía ese mínimo "no sé qué" que te engancha.

El primer capítulo no me sedujo; de hecho me enamoró.

Afrontándola como se afrontan las novelas, es decir, abierta de par en par, página a página; me plegué ante su ritmo imprevisible. No en vano bebe directamente de la obra homónima firmada por la oceánica Holly Ringland y adaptada con corrección por Glendyn Ivin para la gigante plataforma de streaming.

Las escenas, por tanto, no se muestran a través de un juego de lámparas led en pantalla, sino que se deslizan con la delicadeza del dedo sobre el papel de un códice ilustrado, de contenidos ignotos, escritos por una autora anónima [pues podría ser ninguna mujer y cualquier mujer del
planeta], en un alfabeto no identificado y un idioma incomprensible [¿cómo explicar desde la lógica cinematográfica la mera existencia del machismo?]; y al mismo tiempo reconocible por todo el mundo.

Como digo, la historia se nos ofrece a través de un diseño visual hecho a la medida de los cuentos mágicos, para hablarnos de la VIOLENCIA DE GÉNERO [sin plantear que todos los hombres sean iguales] y la resiliencia de las mujeres —aquí flores— que a lo largo de las décadas acabarán pasando en algún momento de sus vapuleadas vidas por la Granja Thornfield; epicentro de aquella donde las flores devastadas encuentran un lugar seguro para la sanación.

Dividida en dos partes bien diferenciadas [por sendas Alice de 9 y 23 años respectivamente] y sus siete capítulos, la trama se desarrolla en tres localizaciones australianas distintas, convertidas por obra y gracia fotográfica de Sam Chiplin y la música de Hania Rani, en un personaje más del reparto. A saber, un pueblo costero azotado por el mar de Tasmania; una especie de santuario gineceo encajado en el valle de Hunter al abrigo de sus colinas de suave perfilado; y por último el desierto aborigen del corazón australiano con el cráter Wolfe Creek como punto de referencia, donde la protagonista habrá de enfrentarse a los monstruos de la infancia, esta vez despierta y paralizada ante una pesadilla de idéntico patrón, repetido con demasiada frecuencia.

«Las flores perdidas de Alice» es más que un bellísimo buqué cuyos créditos capitulares emergen a la manera de la ancestral floriografía, dotándola de una estética particular a medio camino entre la poesía y la ilustración botánica del XIX, para imbuirnos mediante un alfabeto codificado, en algunos de los paisajes inimaginados más bellos de Australia. Sin lugar a dudas el mayor activo de la serie

Nos hallamos ante la fábula de un grupo de mujeres «Fénix» dispuestas a impedir que sus verdugos apaguen sus luces, «reescribiendo su historia, borrándolas, definiendo quiénes son», para demostrarnos, con la voz contundente de la flora salvaje, que NINGUNA mujer maltratada se enamora a priori de un maltratador [todo machista esconde a un encantador embustero que sabe cómo y cuándo actuar].
Que el aislamiento del círculo de apoyo es el primer paso de estos hacia la neutralización de su víctima; para dejarla SOLA.
Que la mentira y el silencio jamas serán medios eficaces cuando de afrontar la verdad y sus terribles consecuencias, se trata. Que el fuego lo purifica todo.

Nos invita a regresar al regazo de la madre/abuela naturaleza, a la veneración de nuestros ancestros y el culto a lo verdaderamente sagrado; nuestra alma y nuestro cuerpo.

Su narrativa es convincente aunque tal vez en el proceso de adaptación, se hayan diluido algunas tramas que a mí personalmente se me antojaban interesantes, como la relación frustrada por factores exógenos de Alice con su vecino inmigrante, finalizada de forma abrupta sin ser de nuevo retomada.

Una Sigourney Weaver áspera, manipuladora, dominante y todavía capaz de transmitir humanidad, en el que me atrevo a decir, su mejor papel hasta la fecha.

Un durísimo relato sobre el empoderamiento femenino, que deja un resquicio para la mística y la belleza de los cuentos contados a la vieja usanza, en pos de la reconciliación con quienes cuidaron de nosotras; con sus aciertos y errores.

*Aprovecho para recomendarte otra miniserie inmensa, basada en otra novela escrita por una autora australiana «Big little lies», de Liane Moriarty; —violencia machista, encarnada esta vez en un matrimonio idílico, eso sí, de puertas para afuera.
Leticia González
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7
7 de marzo de 2023
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las virtudes, al igual que los defectos, carecen de género, no así los roles. Existen roles masculinos y sobre todo roles femeninos. Constructos culturales [y pasajeros] a los cuales se les atribuye un puñado de cualidades asociadas.

De esto sabían un poco los ideólogos de la Sección Femenina española.

La delicadeza, la paciencia, la sumisión, son características que hacen a las mujeres más mujeres. Se espera de nosotras más prudencia y recato, y decoro y dulzura que de nuestros compañeros; más miedo, más duda, más calma, más escrúpulo y docilidad. Se espera de nosotras menos fuerza, menos ímpetu, menos ambición, menos competitividad, menos sentido del humor, menos fe en nosotras mismas y más fe en Dios…

Y cuando alguna se salta las reglas no escritas, vigentes todavía en pleno 2022, despierta la sospecha; cosecha los ODIOS más diversos. Y es arrojada a la hoguera que ahora se alimenta con distinto combustible, pero arde con la misma virulencia de siempre.

Las mujeres blancas de finales del XIX sabían de sobra lo que se esperaba de ellas (de las no blancas hablamos otro día). Lo sabían incluso mejor de lo que lo sabemos hoy, con toda la información y la noción de desigualdad que antes padecían y cuya teoría sin embargo ignoraban, pues de ello nada se había escrito aún.

Cuando al machismo estructural le sumas pobreza y fanatismo religioso, el resultado puede ser catastrófico. Y en ese contexto pongamos más o menos rural, analfabeto y devoto, se produjo un fenómeno social al que hoy denominamos anorexia nerviosa; la fábrica de los milagros y de las santas…

El prodigio no lo es solo por su título, lo es por el magistral uso de la luz; por la exquisita elección de las localizaciones y su encuadre; por la música, que se te clava, que te atraviesa, que se convierte en tu propio pulso; y por el hambre, sobre todo por el hambre.

De hambre, que no de hombría, sabemos algo las mujeres…

Bellísima. Vedla.
Leticia González
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7
17 de marzo de 2024
4 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ni su banda sonora a camino entre el ruido industrial y un zumbido sordo y grave parecido a la voz del avetoro; ni la hábil cancelación del sonido ambiente a favor del silencio de la cotidianidad, si acaso de los diálogos propios del ámbito doméstico; ni los muros de hormigón tan altos como para ocultar el tejado de los barracones donde la población local aguarda hacinada su ejecución, pero no lo suficiente como para ocultar el humo y las llamaradas expelidas por las chimeneas de los crematorios funcionando a pleno rendimiento; ni la indolencia de la familia arquetípica nazi departiendo ufana sobre las [des]posesiones materiales que estos han hurtado directamente de los judíos gaseados a apenas un par de metros del jardín, al ritmo de 12 mil por día [vuelve a leerlo]; ni los orondos niños arios jugando a los dados con las muelas de los exterminados; lograron provocarme la desazón, la náusea que me provocó el hecho de concluir que nada, absolutamente NADA nos diferencia de aquellos.

Crecí, como la mayoría de mis coetáneos, convencida de que hoy, cuando quiera que fuese ese hoy, no habríamos permitido que ocurriese el Holocausto. Este razonamiento me descargaba de culpa y me ayudaba a conciliar la paz con mi especie; el caso es que ya está ocurriendo, ahora mismo mientras sujetas el smartphone con una mano y el café con otra, está ocurriendo y el mundo, como ayer, indiferente, mira hacia otro lado.

La Alemania de mediados del siglo pasado, anhelaba el control sobre los territorios del este [la zona de interés], por considerarlos administrativamente suyos, poniendo en marcha la política de colonización [lebensraum], que hacía más llevadero el día a día de las familias de las SS, ahora sí legitimadas para el genocidio por real decreto.

Netanyahu ha declarado que no descansará hasta hacerse con la totalidad del territorio palestino.
La población gazatí, acorralada en la que ya nadie duda será su tumba, muere desnutrida, bombardeada, privada de agua potable, electricidad y sanidad, asediada en el terruño de tierra codiciado por Israel, donde esqueléticos uno a uno caerán más pronto que tarde muertos…

Y yo, como la protagonista de «La zona de interés», me voy a la cama. En apenas 100 días, Occidente ha permitido que uno de los «nuestros» asesine a más de 12 mil menores gazatíes [vuelve a leerlo], aun así dormiré previsiblemente unas 7 horas a pierna suelta. Mañana será un día normal.

Los libros de historia nos juzgarán, seguramente, pero el mundo seguirá girando.
Leticia González
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