Probablemente el terror sea uno de los géneros más egoístas del ámbito cinematográfico. Desde siempre el éxito de una película ha propiciado la llegada de numerosas secuelas, derivaciones y remakes, agobiando al espectador, no por sus atributos, sino por el hartazgo de sus sucesivas propuestas. Ejemplos los podemos encontrar en “Saw”, “Aulllidos”, “Pesadilla en Elm Street” e, incluso, en clásicos que deberían ser intocables como “Psicosis”.
Ahora nos llega un nuevo capítulo del universo cinematográfico de “The Conjuring”, más conocido en España con el apelativo de “Expediente Warren”. Si en las cintas originales James Wan realizaba un ejercicio de estilo derivado del cine de los 70, por el contrario sus spin-off discurren por la senda de lo previsible y lo poco imaginativo.
Esta película, protagonizada por un demonio en forma de monja, resulta ser un coctelera donde hay cabida para todo: desde cruzados, reliquias mesiánicas, conventos malditos, posesiones y un largo etcétera. La historia apenas aprovecha las virtudes de su arranque, y se limita a la acumulación de situaciones más propias de una atracción de terror de un parque temático de una ciudad de provincias.
El “casi” debutante Corin Hardy es incapaz de dotar al relato de la inquietud que necesita. Desaprovecha por completo las posibilidades del entorno y su localización principal, y se olvida demasiado rápido de las supuestas habitantes del lugar.
Hay una sensación continua de producto de saldo, escrito y realizado con prisas. Centrarse exclusivamente en las apariciones de la susodicha monja para dar miedo demuestra una absoluta inexperiencia en el género.
Ya no hay esperanza en el terror. Y si no vean las próximas cintas que llegaran auspicias con olor a multitudes en el nuevo Festival de Sitges de este año. Mucho humo y demasiadas voces favorables minoritarias que lo único que corroboran es la falta de talento de sus creadores. Si pienso en una película de estas características que me haya dejado huella tendré que retroceder, al menos, tres décadas. Casi nada.

Que en los tiempos que corren una película invite a la inmersión total en una sala de cine ya es de entrada todo un triunfo. Por ello, es imperativo advertir que, para su mejor disfrute, se visione en horarios con ausencia de grupos de adolescentes. Y a ser posible en un cine que no esté situado en un centro comercial de las afueras.
John Krasinski nos invita a entrar en su filme desde la perspectiva del silencio, y en ello estriba su gran originalidad más allá de la clásica historia de monstruos. Por otro lado apela al lado familiar por encima de lo fantástico, convirtiéndola en un producto muy sugerente para los espectadores que crecieron con el terror de los 80. También hay aroma a M. Night Shyamalan, pero solo en su propuesta de inicio, ya que Krasinski gana al director hindú por su intensidad en el ritmo.
El metraje, de poco menos de 90 minutos, contiene algunas de las mejores set pieces del thriller moderno. Todo ello gracias a una serie de escenas que, sin provocar el pavor absoluto que se nos vende, sí que te mantienen en vilo hasta que las luces se encienden. Y lo que es más importante, también hay hueco para el desarrollo de los personajes y su núcleo familiar herido. Al director solo le ha faltado ser un poco más emocional a este respecto para entregarnos una película redonda.

La nueva película de Xavier Gens tiene un toque a lo Julio Verne y Robert L. Stevenson que me encanta. A esas novelas de bolsillo de aventuras, ambientadas a principios del siglo XX, donde todavía había regiones en el mundo por explorar. Una llamada a lo desconocido que despertaba en el lector infantil y adolescente toda clase de emociones. El cine también supo plasmar en décadas pasadas este aroma, siendo esta adaptación de la novela homónima de Albert Sánchez Piñol la que más se acerca a ese tipo de sensaciones. Su tramo inicial es modélico a este respecto, aunque no lo es tanto su desarrollo, bastante plano en buena parte del metraje y sin excesivos sobresaltos en la trama. Leo entre líneas muchas posibilidades en lo que a desarrollo de personajes se refiere, pero tengo la sensación de que muchas cosas se han quedado por el camino.
Esta cinta opta por la comercialidad, pero lo hace desde un punto de vista árido, incluso en contra de sus más que interesantes atractivos. Las criaturas se dejan ver demasiado pronto, y no aprovecha el componente de “maravilla” y descubrimiento que puede provocar su sola presencia. Tan solo se intuyen ciertos aspectos con el fin de luego regresar a las largas luchas en lo alto de un faro desvencijado.
Tanto David Oakes como Ray Stevenson están estupendos en sus roles de meteorólogo y farero respectivamente, pero la que más sorprende es la “elástica” presencia de una irreconocible Aura Garrido.
Todos hemos soñado alguna vez con volver a esta clase de aventuras, a vivirlas y a empatizar con ellas. Si uno se deja seducir probablemente vea en este film un poco más allá de su aparente frialdad. Pero mucho me temo que sus responsables no han logrado ver del todo el horizonte de posibilidades que tenía. Es lo que tiene la oscuridad de esta isla misteriosa.

Podría haber sido muy tentador, para los tiempos que corren, haber realizado una cinta de acción basada en los parámetros expuestos en la película original de Ridley Scott. Material para ello hay de sobra, pero el canadiense Denis Villeneuve ha sido consciente del material del que parte, diseñando una historia deudora de semejante precedente, sin olvidar que estamos en otro momento. Por ello la nueva Blade Runner resalta una gran carga filosófica y moral sobre una desastrosa distopia, fiel reflejo de nuestra sociedad real, mientras nos narra una investigación y una búsqueda que, aun siendo esquemática, nos otorga un buen número de escenas cargadas de suspense.
La ciudad de Los Ángeles de Villeneuve es mucho más luminosa y blanca que la aproximación original, más cercana a los gustos y diseños de la ciencia-ficción del siglo XXI. En la secuela predomina el blanco, heredado de la magnífica “Oblivion”, además de un color desértico, que con su luminosidad digital, luce como nunca en la gran pantalla. Todo tiene atisbo de gran espectáculo total, aunque carece de un mayor grado de concreción, provocando un metraje demasiado alargado con lagunas entre varias de sus escenas.
De entre sus gratificantes aportaciones se encuentran los hologramas, resultando en ocasiones conmovedora la relación entre el protagonista y su aplicación informática femenina. Por su parte la mitología de los replicantes se amplia, tal y como cabría esperar, trazando nuevos derroteros que solo habían sido esbozados hasta la fecha. Es en este punto donde se presenta el inevitable componente mesiánico, muy presente en el género de la ciencia-ficción de clonaciones o androides. Seres que tarde o temprano terminan siempre planteándose su existencia y su función en el mundo.
Casi lo de menos es la presencia de Harrison Ford, mucho más secundaria de lo que nos muestran los avances. Rick Deckard es una pieza más dentro de un nuevo rompecabezadas a ratos fascinante y a ratos un tanto reiterativo. Aun así el director logra salir bastante airoso, y no empaña para nada el buen sabor de boca que nos dejó con “La llegada”, su mejor película hasta el momento.

El mundo del misterio, al igual que el cine, se suele descubrir a una edad temprana, principalmente en la adolescencia. Etapa de la vida absolutamente propicia para cuestionarse la realidad y ampliar la mente hacia otros derroteros más allá de lo que establecido por el colegio y la familia. A este respecto la nueva película de Paco Plaza funciona en dos niveles que convergen en función de la edad que uno tiene. En apariencia es una cinta de terror al uso, con las constantes a las que nos tienen acostumbrados en Hollywood. No en vano se trata de un relato que a más de uno le recordará a las peripecias del matrimonio Warren en las dos excelentes películas de James Wan. Por otro, se presenta como un enorme ejercicio nostálgico, en el que el gusto por el detalle está presente en muchas de las escenas de manera muy sutil. La historia es salpicada con homenajes al gran Chicho Ibáñez Serrador, a los juegos de CEFA (y su mítico “El Imperio Cobra”), a la publicidad televisiva de comienzos de los 90 (muy superior a la actual) y, cómo no, a los Héroes del Silencio. Concretamente la voz de Enrique Bunbury se presenta como un extraño conductor en más de un fragmento del relato. En todo ello encontramos el gran acierto de Plaza, en asentar unas raíces comunes para buena parte de los espectadores. Un revulsivo que juega con nuestra memoria, y que nos hace recordar aquellos momentos en los que comprábamos una oui-ja a escondidas o escuchábamos bien tapados los programas radiofónicos sobre fantasmas y ovnis. Hasta incluso el detalle de insertar el motivo del eclipse resulta revelador, ya que, sin duda, son esos pequeños momentos los que marcaron realmente nuestras correrías juveniles.
Por lo demás una película “endiabladamente” entretenida, con más de un susto por el camino, y con la capacidad de hacernos reflexionar en su tramo final sobre la existencia o no de esta clase de fenómenos. Paco Plaza ha realizado una obra de manual, que debido a su cercanía, resulta mucho más aterradora.