Probablemente, lo que faltó en Manderlay es precisamente lo que esta película sí tiene, ese lado más emotivo, irracional que hace que te olvides de que Lars Von Trier te está llevando por donde quiere para colocarte, al final, en la tesitura de desear cosas políticamente incorrectas y, probablemente, en contra de la moral de la mayoría.

Sólo después, cuando te ha dado lo que deseabas, caes en la cuenta de qué era lo que estabas queriendo y de que, efectivamente, el maestro ha sido capaz de hacerte caer en eso, en tu lado más irracional, muy a pesar tuyo.

Muy muy buena.

La primera vez que vi esta película, fue en compañía de amigos, en un ambiente festivo y bastante poco propicio para ver ninguna película con un poco de rigor.

A los pocos minutos, todos estábamos absortos en lo que sucedía en la pantalla. Una hora después, nuestra angustia era increible. Yo, personalmente, de haber estado solo no hubiese continuado viéndola.

Cuando la película acabó sentí alivio y me enfadé bastante, diciéndo que me había parecido terrible y que jamás volvería a verla.

Sin embargo, encontré que después de meses e incluso años, su recuerdo me volvía fuerte y poderoso.

Es una película para ver con alguien, probablemente la película que me ha producido las sensaciones más fuertes.

Su director, Haeneke, psicólogo, dice que la concibió como una terapia contra la violencia.

Merece la pena para quien le guste experimentar el cine y no sólo mirarlo.