Por si acaso alguien no se había dado cuenta de que el hombre blanco es el ser más malvado sobre la faz de la Tierra, Frozen 2 se lo recuerda. El mensaje se redondea con detalles como que el único negro de Arendelle —perdón, afroamericano— sea el capitán de la guardia real, o con la ginecocracia de ambos reinos antagónicos, quedando el hombre blanco heterosexual reducido a una mera comparsa con pocas luces a quien solo le interesan los renos, que deben ser el equivalente de los coches en la vida real. El mensaje de Olaf, el simpático muñeco de nieve, se dirige a los pequeños, a quienes advierte sobre el paso del tiempo, la inminencia de la madurez, y el mundo en constante cambio, tal vez anticipando el futuro divorcio de sus padres. Por encima de todos ellos se cierne la sombra de Elsa, la protagonista absoluta que por fin descubre su verdadera naturaleza y, convertida en diosa omnipotente, galopa y corta el viento, nunca mejor expresado, cruzando el proceloso mar —cual Greta Thunberg— para evitar la destrucción de los que atentaron contra la madre naturaleza, redimiendo sus pecados y ofreciéndoles una segunda oportunidad. Un final tan espectacular como previsible, aunque tal vez un tanto decepcionante para les amigues del abecedario, que esperaban otra cosa.

Para no salirme del cliché que me han asignado los nuevos tiempos, prometo hacer acto de contrición e ir a ver lo antes posible «Le Mans 66» y «El irlandés» que, al parecer, son ideales para machirulos recalcitrantes y opresores como un servidor.

Si nos atenemos estrictamente a lo cinematográfico, no se deje engañar, la primera película es mejor. Ésta cumple su función y es ideal para apacentar a hijos y sobrinos.