Una adaptación literaria nunca – o casi nunca – estará a la altura del papel escrito.

Cine y literatura son medios muy distintos cuando se trata de expresar y narrar una historia. Y El Señor de las Moscas es un claro ejemplo del abismo existente entre ambos formatos. Adaptar un libro a la gran pantalla es, cuando menos, atrevido.

El primer problema con el que se encuentra el director es la extensión de la obra. En este caso, la cinta apenas dura 90 minutos y sin embargo el libro cuenta con algunas páginas más. Esto obliga a sintetizar la narración. Sin embargo, a Harry Hook este hándicap parece obsesionarlo. El escaso tiempo lo empuja a comprimir y apretar el texto frenéticamente, de modo que las situaciones y escenas se amontonan mientras que las relaciones entre los personajes aparecen casi forzadas. El desarrollo interno del ser humano y el miedo ante lo desconocido de su propia naturaleza – tan importantes y claves aquí – casi parecen instantáneos, un mero trámite.

Y precisamente este frenesí causa el segundo problema de la adaptación. Traducir la frase “a Pepito se le encogió el corazón mientras las imágenes de aquél episodio cruzaban su mente” a escenas es complicado. Este libro está cargado de descripciones, de pequeñas incursiones a la mente de algunos personajes, de diálogo emocional y comunicación no verbal. Y el trabajo de cámara y montaje no ayudan a transmitir todo eso. Algunas escenas son muy planas en comparación con el libro. No se juega con los planos detalle, con el movimiento y la tensión. Todo son caras largas en primeros planos. En cuanto a la parte estética, se salva el plano de la hoguera en la cima de la montaña, con ese hermoso árbol cuyo incendio parece reflejar el mal que más tarde transformará la isla.

Las interpretaciones principales no me parecen malas - son niños, mucho más naturales a veces que demasiados adultos- , y la música en ocasiones ayuda a crear ese ambiente que las sobrias escenas destruyen. En general, el tono del film debería ser mucho más oscuro. Menos diálogo y más simbología que hable por sí sola, menos escenas de cocos y más crudeza. Tras ver los créditos, sientes que falta algo…

¿Dónde está el Señor de las Moscas en la cinta “El Señor de las Moscas”?

Aún después de reflexionar durante un rato, sigo sin entender cómo esta película puede considerarse una obra maestra (teniendo en cuenta la nota que exhibe en FA).

Considero que es una buena película, pero nada más. Quizá es cosa mía. Existen pocas cosas que controle pero muchas otras cuya naturaleza desconozco. Nouvelle vague, humanismo, poética sutil…elementos palpables que aparecen en la cinta y aún así no consiguen elevarla a esos dieces y nueves que veo por todas partes. Repito, tal vez sea mi propia ignorancia.

Me parece una película con poca sustancia, de asimilación más bien lenta y más cercana a un ejercicio teórico que a una idea desarrollada como tal. La fotografía es hermosa, claro que sí. Pero el muchacho no despierta nada en mí. Ni él ni lo que sea que se le pase por la cabeza. Su compañero de clase tiene más problemas en casa y aun así desprende más vida.

¡Qué gran escena casi al final de la película! Parece mágica la bofetada – debería llamarla hostia – que en el último momento consigue despertarnos. ¡Paf¡ Tanto a nosotros como a la incomprendida víctima, nótese la ironía, el joven Antoine.

Lo dicho, no veo más allá de un siete.

Como en un deteriorado lienzo en el que se utilizan luces, tonos medios y sombras, John Huston representa en esta cinta un cuadro agridulce en el que la futilidad y el desamparo se combinan con pequeñas pinceladas de pura pasión.

Juventud y nostalgia, caballos que corren salvajes, libres. Desesperanza, deudas del corazón ya olvidadas. Lírica vestida de prosa. La soledad como música de fondo para vagabundas almas, y el whiskey, eterno acompañante de bailes de salón.

Todo ello se entremezcla para, al fin y al cabo, resultar en el mismo color de siempre, la vida.

Se abre el telón.

Aparece un zapato olvidado en la carretera. Pasa el tiempo… nadie acude…soledad…

Un chico tímido que busca el amor y una rubia que sueña con llegar a Broadway se conocen. Dos almas incomprendidas…

Es la noche de Año Nuevo. Los Ángeles…

Todo se baña de blanco y negro y la ciudad estadounidense nos abre sus puertas: mendigos, un inmigrante asiático, el músico callejero…Luces, muchas luces… Luces que reflejan todo y nada al mismo tiempo, luces que simbolizan el nihilismo del ser humano moderno…

Volvemos al zapato. Pasa el tiempo, sigue solo. ..

La cámara se posa en él durante un rato. Pasa una eternidad… El viento sopla con fuerza mientras la sociedad sigue girando a su alrededor…gente que va y viene de ninguna de parte, gente que corre por el simple hecho de estar en movimiento…

Miramos al zapato. El zapato nos devuelve la mirada, como gritándonos a la cara. Algo suena en alguna parte, el negro lo inunda todo…

Es el final de la película. Se cierra el telón…

Acabo de tener un orgasmo, esto rompe con todos los moldes del séptimo arte. Madre del amor hermoso. Soy uno con el universo, me siento vivo cual zapato que encuentra a su pareja perdida. El cambio climático, las torres gemelas, la new age, AQUARIUS!!!

Y por si aún queda alguien sin captar el mensaje, una pista: escribir puntos suspensivos aquí y allá no te hace más profundo o inteligente.

Lo dicho, de las mayores mierdas que he tenido que tragarme en mi vida. Si fuera obra de un director experimentado le pondría el 1. Cine independiente lo llaman, sí, claro.

Si subo al coche, seré tu pasajero durante 90 minutos. Es una garantía.

Dime dónde comenzamos, a dónde nos dirigimos y dónde me llevarás después. Te daré una oportunidad de 90 minutos. No importa lo que ocurra durante esos 90 minutos, seré todo tuyo. Pase lo que pase.

¿Lo has entendido?

Al arrancar asomaré mis sentidos por la ventanilla, disfrutaré cada tramo del paisaje conforme aceleremos. Poco a poco, despacito al principio. Rápido, frenético, eterno a ratos. Da igual cómo conduzcas. Cual espectador en su butaca, seré un modesto pasajero. Yo sólo observo.

Puedes tomar cuantas curvas desees, frenar en seco de repente, acelerar cuando menos me lo espere. Eres tú quien conduce.

Puedes hablarme de solitarios escorpiones en el asfalto, de sentimientos que se buscan tras paredes de habitaciones contiguas.

Durante 90 minutos puedes mostrarme la belleza que hay en el silencio, o hipnotizarme con música mientras me sumerjo, poco a poco, en la atmósfera. Escribir con sangre emociones jamás expresadas, capturar la esencia de algo a punto de estallar.

Aminorar la marcha y tomar una ruta desconocida para, finalmente, dejar que las luces de la carretera me despierten mientras me reincorporo y pregunto con ganas de más:

¿Hemos llegado ya?