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Críticas de El hombre martillo
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Críticas 19
Críticas ordenadas por utilidad
9
5 de noviembre de 2018
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Grigori Mijáilovich Kózintsev (1905-1973), de origen judío-ucraniano y contemporáneo de Sergei M. Eisenstein, fue uno de los pioneros del primer cine soviético. Cofundador a la edad de quince años, junto con Sergei Yutkevich y Leonid Trauberg, del colectivo de artistas de vanguardia Fábrica del Actor Excéntrico (FEKS), que en 1922 publicó el Manifiesto del Excentricismo, sus primeros filmes fueron comedias burlescas de propaganda política influidas por el expresionismo y las teorías teatrales de Vsévolod Meyerhold. Kozintsev llevó a cabo una intensa carrera cinematográfica desde los años veinte hasta mediados de los cuarenta al lado de Trauberg, con quien codirigió todas sus películas, incluida La Nueva Babilonia y la popular trilogía protagonizada por un obrero llamado Máximo.

Ya sin Trauberg, en la era postestalinista, y compaginándolas con su dedicación al teatro y la enseñanza, Kozintsev realizó tres versiones basadas en la literatura occidental. La primera fue Don Quijote (1957), la mejor adaptación del clásico de Miguel de Cervantes, rodada en sovcolor en el áspero paisaje de Crimea. El mayor éxito internacional lo obtuvo con las siguientes: Hamlet (1964) y El Rey Lear (1971), ambas adaptaciones de obras de William Shakespeare y codirigidas por su amigo Iosif Shapiro. Dos filmes tardíos, obras maestras absolutas, que hicieron que Kozintsev fuera reconocido como uno de los grandes directores del cine mundial.

El Rey Lear (Korol Lir), escrita por Kozintsev a partir de la espléndida traducción al ruso que realizó el Premio Nobel Boris Pasternak en 1949, narra la historia del Rey Lear de Inglaterra (Jüri Järvet), un monarca oprimido por la vejez que decide dividir su Reino entre sus tres hijas. Sin embargo, primero deben decirle cuánto le aman. Las dos hijas mayores, Goneril (Elza Radzina) y Regan (Galina Volchek), arpías duchas en el arte de la adulación hipócrita, conmueven el corazón del padre, mientras que la más joven, la dulce Cordelia (Valentina Shendrikova), declara con sencillez, sin falsos halagos, un amor sincero (“mi amor es más rico que mi lengua”). Colérico ante la falta de énfasis, Lear repudia a Cordelia y, pese a las advertencias de esta, reparte las tierras entre Goneril y Regan y sus respectivos maridos, el Duque de Albania (Donatas Banionis) y el de Cornualles (Aleksandr Vokach).

Desgraciada decisión, la de un Rey vanidoso y megalómano, que será el detonante de un remolino de pasiones marcadas por la ambición, el egoísmo, la lujuria, la traición y el odio. Humillado y desterrado por sus hijas mayores, el Rey Lear es obligado a vagar como un mendigo por áridos páramos en compañía de su inseparable Bufón (magnífico Oleg Dal), único capaz de hacerle ver la estupidez de sus actos, y un puñado de leales seguidores harapientos. Pronto cae víctima de la locura (como Hamlet y Otelo), la cual da paso a una tardía iluminación espiritual, y es testimonio impotente de la aniquilación de su Reino, sumido en la disensión y el caos, y de su familia.

Fiel al texto original, Korol Lir es una reflexión pesimista sobre el poder y su efecto engañoso, sobre el absolutismo y la ingratitud (que afecta no solo a Lear y a sus hijas sino a las contrafiguras del vasallo Gloucester y sus dos hijos, el noble Edgar y el bastardo Edmund). Si el texto bebe de la tradición inglesa de la literatura, la física de la película lo hace de la tradición soviética, deparando imágenes poderosas para transmitir en términos visuales la sensación de tragedia, no dejando que esta dependa únicamente de la palabra. La mayor virtud de Kozintsev reside en el papel preponderante que concede al espacio, actuando el paisaje y el desorden atmosférico (viento, polvo, niebla, lluvia) como perfecto correlato de los conflictos internos y externos de los personajes, todo lo cual queda realzado por la fotografía en blanco y negro de Jonas Gritsius, que juega con las luces y las sombras y abrillanta la belleza y fervor de los cielos.

Uno de los mayores aciertos del filme fue contar con el estonio Jüri Järvet (1919-1995) en el rol del arrugado y atormentado Rey Lear, un actor enérgico y apasionadamente expresivo idóneo para transferir emoción y patetismo. Casualmente o no, tanto él como Donatas Banionis, que interpreta al honesto Duque de Albania, tendrían un año más tarde los papeles principales en Solaris, de Tarkovsky, lo que tiende puentes entre el genio ruso y Kozintsev. Otro elemento que contribuye a la redondez final de la película es la última banda sonora de Dmitri Shostakovich (1906-1975), uno de los compositores y pianistas más importantes del siglo XX y habitual colaborador de Kozintsev, cuya partitura evoca el ánimo fatalista y melancólico de la historia.

Puro cine soviético, formalmente austero, de énfasis pictórico (en sus inicios Kozintsev estudió pintura) y de dimensión telúrica, donde la tierra y los acontecimientos son un cascote que absorbe a los personajes, que se convierten en barro, y los arrastra inevitablemente hacia la ruina y la degradación. El Rey Lear, junto a Hamlet, del mismo Kozintsev, y Trono de Sangre, de Kurosawa, son las mejores, y más espiritualmente profundas, adaptaciones al cine que se han hecho de Shakespeare, por encima de Ran (también basada en “El Rey Lear”) y de la trilogía de Orson Welles, grandiosas igualmente.

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El hombre martillo
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8
14 de febrero de 2018
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Qué habéis hecho con Solange? es uno de los mejores y más innovadores gialli de la época dorada del género, apartada de los excesos barrocos de Mario Bava y Dario Argento, que por entonces trazaban una serie de normas asumidas para el giallo. Massimo Dallamano, conocido por haber trabajado con Sergio Leone como director de fotografía, ofrece una película estéticamente contenida y de ritmo calmo, aunque también truculenta y de atmósfera enviciada. Y es que el filme, construido a partir de pistas falsas y giros argumentales, se aproxima más al drama criminal tipo krimi alemán que a las estridencias típicas del giallo modélico.

¿Qué habéis hecho con Solange?, cuyo título identifica la clave de misterio, se desarrolla en un prestigioso colegio católico de señoritas de Londres, el St. Mary’s, inmaculado en la superficie pero tras cuyos muros rezuma podredumbre moral e hipocresía. Mientras, un asesino sádico y enguantado no identificado empieza a matar a las alumnas, siempre con un cuchillo en la vagina. La película, apoyada por la excelente fotografía del pringoso Aristide Massaccesi (Joe D’Amato) y musicalizada por Ennio Morricone, pinta un ambiente otoñal y de entornos bucólicos, empapándose progresivamente de un espeso clima familiar y un halo de angustia malsana. Toda una vicenda morbosa, a la postre también gótica, mezcla de adolescencia aputanada y fanatismo religioso.

Fabio Testi, en el papel de apuesto profesor de italiano y de dudosa reputación por su affaire extramatrimonial con una de sus alumnas post-adolescentes (la española Cristina Galbó), comparte pantalla con Joachim Fuchsberger, el veterano actor fetiche del ciclo Edgar Wallace, el cual encarna al comisario de Scotland Yard que investiga los crímenes. Camille Keaton, la sobrina-nieta de Buster Keaton y protagonista años más tarde de La Violencia del Sexo, es la actriz que da vida a Solange, cuya presencia en la película se retrasa hasta pasada una hora de metraje, cuando el personaje pasa a ser el eje de la historia.

A pesar del cosmopolitismo de su producción y reparto, ¿Qué habéis hecho con Solange? logra una notable unidad de estilo gracias a la dirección de Dallamano. El cineasta, sin incidir demasiado en la violencia y otorgando más importancia a su estructura de whodunit, sí que pone el acento en otro de los aspectos recurrentes del giallo: el erotismo y el sexo oblicuo (lesbianismo, efebofilia, voyeurismo, bondage), beneficiándose de la ambientación en un internado sólo para féminas y explotando el morbo de contar con una pléyade de actrices jóvenes y turgentes.

Al igual que otros gialli de la época, como Una Lagartija con Piel de Mujer o Todos los Colores de la Oscuridad, Dallamano aprovecha el marco londinense en el que transcurre la historia para optar por una puesta en escena sobria, que recuerda la flema británica de Hitchcock. Aún así, Dallamano se permite varias salidas de tono puntuales, como la set piece del asesinato de la Galbó en la bañera, que resulta tan o más perturbador que la muerte vía ginecológica del resto de víctimas y que remitía a la famosa escena de Seis Mujeres para el Asesino.

¿Qué habéis hecho con Solange? es una agradecida reformulación del universo giallo. Técnicamente intachable y sorprendentemente lógica, su peculiar mezcla de influencias y la preocupación de su director por fuentes de expresión ajenas al giallo, la han convertido en una rareza exitosa, aunque alejada del influjo de otras películas más populares del género.

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9
29 de enero de 2018
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Obra maestra del profético y subversivo Fritz Lang realizada en 1931, en pleno ascenso de Hitler al poder. Película primigenia del cine sonoro y germen remoto del subgénero psycho-killer. Pese a adscribirse temáticamente al cine de terror, su forma y enfoque recogen influencias del expresionismo y es precursora del cine negro americano (oscuridad, humo, policías, hampones, intriga), del que Lang fue un maestro (La Mujer del Cuadro, Perversidad, Los Sobornados, Deseos Humanos). Vista como un alegato antinazi por el régimen emergente, M sólo fue censurada en su título original, El Asesino está entre Nosotros, por razones obvias. “M” es la letra que le marcan en la espalda con tiza a Hans Becker (Peter Lorre), en alusión a Mörder, asesino en alemán (especie de antecedente de la estrella que pronto deberían llevar los judíos).

M, el Vampiro de Düsseldorf está inspirada en la historia real del asesino serial de Düsseldorf, el sádico Peter Kürten, un pedófilo que se dedicada a matar niñas y que fue perseguido durante mucho tiempo sin éxito tanto por la policía como por los ciudadanos, lo que provocó que la ciudad viviera bajo un clima de histeria continua. Kürten, que confesó haber cometido setenta y nueve crímenes, ganó la fama de “vampiro” al afirmar en su juicio que había bebido la sangre de una de sus víctimas. Fue arrestado en 1930 y ejecutado en 1931. Sus últimas palabras, casi coincidentes con el estreno de la película, fueron: “Dígame, cuando me hayan decapitado ¿podré oír siquiera un momento el ruido de mi propia sangre saliendo del cuello? (silencio) Sería el mayor placer, para terminar todos mis placeres”.

Lang, tras un inicio genial en el que muestra un asesinato de forma tan sencilla y sugerida como escalofriante, sólo con la imagen de una pelota abandonada y un globo enganchado en los cables eléctricos, se zambulle de pleno en la investigación criminal, haciendo una exposición pormenorizada de análisis y técnicas policiales, algo que resulta tremendamente moderno en el cine actual. La parte final es el clímax de la película, con el juicio a Becker, que es condenado a muerte, sin posibilidad de defensa, por un juzgado formado por delincuentes y malhechores. Ahí es donde el autor expone la motivación del trágico asesino, que en un desgarrador monólogo confiesa que es presa de un trastorno mental irrefrenable, a la vez que obliga a sus captores a buscar en su interior la semilla de la maldad, y suplica ser entregado a la verdadera justicia.

Fiel a su corpus fílmico, Lang contrapone psicología individual y justicia (injusticia) social, reflexiona sobre la responsabilidad y culpabilidad y enseña cómo la microsociedad (policía, crimen organizado, medios de comunicación, civiles) reacciona ante un peligro desconocido que perturba la cotidianidad: miedo, paranoia, control, represión. M, como inducida por el estado de decadencia y asfixia de la Alemania del momento, hace una sutil crítica de la situación sociopolítica que se estaba gestando y parece decirnos que el culpable de la monstruosidad no es la mente enferma, que no puede reprimir su instinto asesino, sino la obtusa que la cobija y la hace crecer hasta que es demasiado tarde. El director de Metrópolis ya intuía lo que poco después iba a suceder en su país, cuando el partido nazi se convirtió en la primera fuerza política al obtener casi catorce millones de votos.

Lang, ayudado por todo un referente del cine expresionista alemán, el director de fotografía Fritz Arno Wagner (Nosferatu), subraya una atmósfera taciturna y patológicamente convincente en un entorno de pesadilla. Crea el suspense a través de la imagen (planos opresivos, picados y contrapicados, juegos de luces y sombras), el sonido (pasos en la calle, silbidos, gritos, susurros) y el silencio dramático, recurso que aprovecha del cine mudo. Pese a lo insano y diabólico del relato, Lang insinúa pero no muestra. No necesita exhibir sangre ni crudeza para retratar la maldad humana. Vigorosa y con estilo, M, el Vampiro de Düsseldorf es un clásico atemporal que sigue horrorizando y estremeciendo casi noveinta años después.

Mención aparte merece la sobrecogedora actuación del inquietante Peter Lorre como M (especialmente en el juicio final), seguramente el mejor retrato de un psycho-killer de la historia, cuya mirada oscila entre la perversión, el tormento y la cobardía. El actor venido del teatro, de origen judío, tuvo que huir de Alemania por miedo a los nazis poco después del estreno de la película. Fritz Lang lo hizo dos años más tarde, después de divorciarse de su esposa, Thea von Harbou, coescritora del guión y que, fatalidades del destino, acabaría uniéndose al partido de Hitler.

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9
29 de enero de 2018
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Suecia, siglo XIV. El Séptimo Sello es una parábola situada en la Edad Media que cuenta las andanzas del caballero Antonius Block (Max von Sydow) y su fiel escudero Jöns (Gunnar Björnstrand), que regresan fatigados a su tierra natal, azotada por la peste negra, tras largo tiempo en las sangrientas cruzadas. El afligido Block, ante el sufrimiento e intolerancia que halla, se cuestiona el poder de Dios y el significado de la vida. En la playa, se encuentra con la Muerte (Bengt Ekerot), a la que, ansioso por aclarar las dudas y liberarse de la angustia, le ruega una prórroga de vida. La Parca acepta jugar cada noche una partida de ajedrez, estando en juego, no sólo la vida del cruzado, sino también los sentimientos sobre la fe y la humanidad.

La esperanza surge de una Sagrada Familia alternativa: un alegre juglar, José (Nils Poppe), su sensual esposa, María (Bibi Andersson), y el hijo de ambos. Ellos hacen descubrir a Block que el significado que busca es el amor. Block salva a los tres personajes de la Muerte y se entrega a su momento concluyente uniéndose a la Danza de la Muerte.

Ingmar Bergman (Upsala, 1918-Fårö, 2007) fue hijo de un pastor luterano y creció en el seno de una familia rígida y muy religiosa que forjaba su moralidad bajo conceptos como pecado, confesión, castigo, perdón y redención. Dicha disciplina le sirvió como bálsamo para reflexionar sobre los conflictos de la condición humana y la idea de Dios. Si Buñuel y Bresson representan la presencia católica entre los grandes directores, Bergman representa la mirada protestante, con uno de los temas más intensos de su obra: el hombre, su eterna búsqueda de Dios y la muerte como única certeza.

El Séptimo Sello es una de las películas clave de Bergman y del cine europeo de autor. El título, que en un principio iba a ser “El Caballero y la Muerte”, está extraído de un pasaje del Apocalipsis de San Juan: “Cuando el cordero abrió el séptimo sello, un silencio invadió por cerca media hora el cielo. Entonces, vi siete ángeles delante de Dios, y a ellos, les fueron dadas siete trompetas”. Escrita por el mismo Bergman basándose en su pieza teatral “Trämalning” (“Pintura sobre Madera”), de 1954, tiene su origen en las pinturas murales religiosas de Albertus Pictor (1480-1490) que se encuentran en la iglesia de Täby (Estocolmo), especialmente las que evocan las danzas mortuorias y el castigo de los pecadores en el Infierno y una que representa a la muerte jugando al ajedrez con un caballero.

Bergman, que describe a la perfección las inquietudes de la época medieval, expresa sus angustias metafísicas a través del caballero Block, un hombre atormentado que necesita creer en Dios ante tanta crueldad, figura que contrapone con el ateo e irónico Jöns y, sobre todo, con la ambulante troupe de cómicos que se encuentran, los cuales gozan de la vida y buscan la redención a través de la diversión honesta. Es así como el director de Persona también celebra el amor físico, el arte, la comida, la bebida y la belleza del mundo: la única verdad que da sentido a nuestra existencia.

El Séptimo Sello cuenta con unos diálogos (a menudo monólogos) geniales, de gran precisión literaria y estrictamente existencialistas. La música, de Erik Nordgen, aporta una partitura compleja de instrumentos medievales y toma prestado un fragmento del himno “Dies Irae”. Destaca la fotografía expresionista en glorioso blanco y negro de Gunnar Fischer, que otorga imágenes icónicas y de gran poderío visual a medio camino entre los retablos que pueblan las catedrales, los grabados de Durero y las pinturas de Brueghel. Introspectiva, solemne y de belleza subyugante, bordeando lo humano con lo divino, nunca una obra cinematográfica ha reflejado con tanto rigor y sensibilidad artística los conflictos místicos del hombre y la religión como lo ha hecho El Séptimo Sello; seguramente Ordet-La Palabra, del maestro Dreyer.

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8
21 de febrero de 2020
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ikebana (lit. «flor viviente») es el nombre utilizado para denominar el arte japonés del arreglo floral, también conocido como kadō («el camino de las flores»), una de las artes japonesas tradicionales junto al kōdō («el camino del incienso») y el chadō («el camino del té»), del que versa principalmente Rikyu. Las tres formas de arte, surgidas cinco siglos atrás, solemnes y altamente ritualizadas, contienen aspectos extraídos del budismo y la filosofía zen y se refieren tanto al proceso de refinamiento interno como al externo ceremonial. Es por ello que Rikyu, necesariamente, es la película más ordenada, tranquila y formalmente convencional de Teshigahara, aunque paradójicamente también es la más personal, anómala y desgajada de su filmografía, justamente por no hallarse en ella ni rastro del tono vanguardista que había hecho reconocible hasta ese momento su estilo y obra.

Dicha renuncia, deliberada, perseguía un objetivo claro, que era hacer coincidir Rikyu con la estética y la pureza minimalista de tema que trata: la ceremonia japonesa del té, cuyo propósito no es tanto el acto de preparar y beber la infusión, sino servir de medio para alcanzar la paz interior y una conexión con la naturaleza que favorezca la reflexión y la meditación. De ahí que el Salón del té (chashitsu), un oasis en el triste desierto de la existencia, como decía el historiador y filósofo Okakura Kabuzo en su poético tratado «El Libro del Té» (1906), sea un espacio generalmente pequeño y deba estar lo más vacío posible, como mucho «decorado» con una caligrafía (shodo) y/o un arreglo floral (ikebana) adaptado para la ocasión dentro de un hueco típico (tokonoma); como igual de vacía, de pensamientos banales y mundanos, debe estar la mente de los fatigados invitados durante la ceremonia, donde ningún gesto, palabra o ruido debe alterar la armonía o romper la unidad.

Hiroshi Teshigahara dedicó Rikyu a sus padres: su padre Sofu era un experto en ikebana, al igual que el protagonista del filme, el famoso monje budista Sen no Rikyū (o Sen Rikyū, 1522-1591), más conocido por haber codificado y llevado a la perfección el arte de la ceremonia del té y haber tenido, forzado por las complejas circunstancias, una sutil e inesperada influencia política. La película, cuyo guión fue escrito por el mismo director (también productor) en colaboración con Genpei Akasegawa a partir de la novela «Hideyoshi to Rikyū» (1963) de Yaeko Nogami, cuenta la historia de la última parte de la vida de Rikyū (magnífico Rentarô Mikuni), que durante el Período Azuchi-Momoyama (1568-1603) fue Maestro del té y consejero personal de Toyotomi Hideyoshi (Tsutomu Yamazaki), un señor de la guerra de toscos modales y poca empatía convertido en gobernante de facto de Japón, país que había conseguido unificar pero que estaba devastado tras más de un siglo de guerra civil.

El asunto que desencadena el drama son las desmedidas ansias de poder de Toyotomi Hideyoshi, que pasan por invadir Corea y China y crear un gran imperio japonés en el Pacífico. Este militarismo expansionista choca con la naturaleza reflexiva y pacífica de su mentor. El discreto Rikyū, un hombre sabio que siempre había procurado vivir su vida sin interferir en la política y las decisiones de Estado, dedicado solo a cultivar su noble arte, deberá hacer frente ahora a su conciencia y responsabilidad moral y encontrar el coraje para enfrentarse y hacer cambiar de opinión al despiadado daimyō, aunque ello le pueda acarrear consecuencias fatales. En ese marco, Rikyu ilustra la eterna dialéctica entre el arte y la política y el inevitable conflicto entre el impulso de crear y el deseo de destruir, el cual Sen no Rikyū trata de aplacar una y otra vez a través de los rituales calmantes del chadō.

La colisión entre dos formas de pensar y entender la vida, asimismo, se refleja en el diseño de vestuario y la construcción del decorado y los sets: la nueva estética extranjera (colorida, ostentosa, estridente), relacionada con el despótico gobernante Toyotomi Hideyoshi, frente a la estética japonesa tradicional wabi-sabi, representada por el monje budista Sen no Rikyū y descriptiva de las magníficas ceremonias del té de estilo wabi-cha que este oficia, que si bien no se explican tanto como se muestran su simple observancia resulta suficiente para comprender su carácter. En las antípodas de lo excesivo y meramente superfluo, la estética wabi-sabi opta por la simplicidad y trata de encontrar el equilibrio y la belleza en la fugacidad, impermanencia e imperfección de las cosas. Es ahí donde se origina el conflicto interno de Rikyū, en tratar de conciliar el dominio de su oficio y el caos político que le rodea. La película, en relación con eso, también reflexiona sobre la idoneidad para usar y aplicar los cuatro principios del Camino del té (armonía/wa, respeto/kei, pureza/sei y tranquilidad/jaku) en nuestra vida diaria, lo que, por otra parte, nos llevaría a aceptarnos tal y como somos y nos volvería verdaderamente hermoso.

Todo en Rikyu se contagia de la elegancia sencilla y quietud zen de las artes japonesas clásicas que invoca, que van desde el ikebana y el chadō hasta la arquitectura tradicional, la jardinería (rōji es como se llama el jardín creado para la ceremonia del té) y la cerámica (a través de los chawan o tazas para el té). Dentro de su personal concepción de la belleza, Teshigahara igualmente muestra diferentes creaciones de Hasegawa Tôhaku, pintor oficial de Hideyoshi y amigo personal de Rikyū. Rikyu es un conjunto artístico donde la plácida fotografía de Fujio Morita, la sugerente música de Tôru Takemitsu y los hermosos planos, llenos de amor y devoción, se alían para transmitir un singular goce estético sobre la esencia de la ceremonia del té, a la vez que permiten una reflexión serena sobre un hombre excepcional. Esta es una película que cualquier persona que aprecie el té, el arte japonés y su estética debería ver.

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