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España España · Barcelona
Críticas de Amor DiBó
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Críticas 12
Críticas ordenadas por utilidad
3
28 de agosto de 2016
53 de 81 usuarios han encontrado esta crítica útil
Estaríamos dispuestos a recomendar esta película solamente a los incondicionales de Woody Allen, advirtiéndoles, eso sí, de que correrían el riesgo de revisar su opinión sobre este director. En efecto, no creemos que pueda gustar ni siquiera a los que han logrado digerir y disculpar al peor Woody Allen (el exclusivamente alimentario que practica el viejo refrán español de “cría fama y échate a dormir”). Resulta comprometido, pues, recomendar a alguien esta película y no se nos ocurre ningún grupo social que pueda acogerla favorablemente, sin bostezos o cabezaditas durante la proyección. Solamente en el caso de que esté usted terminando la carrera de ciencias audiovisuales y dedique su tesina de licenciatura a Allan Stewart Königsberg, más conocido como “Woody Allen”, deberá ver casi obligatoriamente esta cinta, para concluir que incluso los más grandes directores de Hollywood, van y decaen. El resto de personal puede abstenerse de ver Café Society y jamás tendrá la sensación de haberse perdido algo valioso o entretenido.
Allen va camino de los 81 años, tiempo más que suficiente para haber amasado una fortuna considerable y haber dado al cine algunas de sus más memorables cintas; iría siendo hora de que se retirara. Pero, al parecer, los grandes nombres de Hollywood mueren aferrados a la claqueta. Debe ser un síndrome difícil de superar eso de filmar una película con cuatro ideas tópicas (en este caso, reflexiones ácido-sacarínicas sobre el amor), lanzarla utilizando los trucos del oficio y poder añadir algunos miles de dólares a la cuenta corriente.
De hecho, Allen lleva ya demasiadas películas “alimentarias” desde que se inició el milenio y en especial en los últimos ocho años. Desde que, literalmente, le sopló al Ayuntamiento de Barcelona una cantidad inconfesable (entre uno y dos millones de dólares) por ubicar en la Ciudad Condal su deleznable Vicky, Cristina, Barcelona (2008), Allen ha multiplicado este tipo de películas (Medianoche en París, 2011 o A Roma con amor, 2012) que, benévolamente, en el mejor de los casos, calificaríamos de “discretas”. Incluso, Si la cosa funciona (2009), hubiera sido un fracaso de no ser porque Larry David, bordó su papel protagonista; la película, de todas formas, no ha conseguido cubrir todavía los costes de producción. En lo que se refiere a Irrational Man, con Joaquin Phoenix, tuvo un resultado económico mediocre y unas críticas así mismo divididas entre quienes la consideraban rematadamente pretenciosa y aburrida y quienes la alababan como última genialidad de Allen. Magia a la luz de la luna (2014), no fue más que otra pastosa comedia romántica superpuesta a una crítica al espiritismo. Nada del otro mundo. Venía detrás de Blue Jasmin (2013), aclamada por la crítica pero con una acogida mucho menos entusiasta entre el público que la consideró un “producto menor”. Cuando un director genial ya no es capaz de construir otra película genial, o él ha decaído o habrá que acusarle de conformismo, pereza y “alimentarismo”. Así que ustedes mismos. El balance desde que se inició el milenio no es muy favorable, pues, para el cine de Woody Allen. Su gran momento, ha pasado.
No es la única decepción de la temporada. Quien esto escribe, fan habitual de los hermanos Coen, sufrió uno de los mayores desengaños cinematográficos de su vida con ¡Ave César! (2016) por mucho que contara con la presencia de George Clooney, Ralph Fiennes o Scarlett Johansson. Ser “superdirector” o “superguionista” en el pasado, no es garantía de seguir siéndolo en el presente. Hay que batir el cobre en cada película. Y el clima de Hollywood no parece proclive a hacerlo. Allen se ha obstinado desde 1969 en hacer una película al año, y cuando se han superado los ochenta este ritmo no puede realizarse sin una inevitable caída en picado de la calidad.
Si hay que encontrar algún mérito a la película es, indudablemente, la ambientación y la fotografía. Eso es todo. Y es lo mejor que podemos decir de la película. Este envoltorio hace que la película sea como aquella caja de bobones que te habrán regalado en alguna ocasión. El celofán de colores, la misma caja, los adornos y lazos, te deslumbran, pero cuando, finalmente, has logrado meterte un bombón entre mandíbulas, te das cuenta de lo insustancial y grosero del contenido. Y entonces te preguntas si eran necesarios tantos oropeles para tan poco contenido. Bueno, pues con esta película pasa otro tanto.
Mi recomendación sería que si Woody Allen tiene necesidad compulsiva de dirigir a las actrices que le seducen, lo siga haciendo con webcam o con el móvil, y proyecte los resultados en el salón de su casa ante un grupo de invitados condescendientes e incondicionales seleccionados por él mismo, saque su mejor whisky, les obsequie con cupcakes y mantenga con ellos conversaciones ingeniosas mientras sigue la proyección. Lo que no puede seguir haciendo es dilapidando su prestigio cinematográfico con este tipo de películas. No basta luego con que la productora aliente a que los críticos eviten decir lo que verdaderamente les ha parecido la película: hace falta que el producto convenza al público. Y si no, más vale no lanzarlo. Y en este caso no debería de haberse hecho.
Recordamos ahora, la figura de Dalton Trumbo que ya estuvo presente en la filmografía de Allen en aquella memorable película La Tapadera (1976). Como se sabe, Trumbo, impedido por la Comité de Actividades Anti-Norteamericanas a desarrollar su papel como guionista, pagó a ilustres mediocridades para que firmaran sus guiones. En este caso, un inexistente (pero deseable) Comité del Buen Hacer y de la Calidad, hubiera debido prohibir a Woody Allen (o a los Coen), firmar determinados productos que solamente servían para erosionar el prestigio de directores y guionistas en otro tiempo geniales. Y que el bodrio figurara como ópera prima de algún joven desconocido… ¿Para cuándo “directores tapadera” para enmascarar las pifias de directores consumados?
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Amor DiBó
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8
18 de junio de 2016
27 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
John Read, psicólogo especializado en abusos sexuales y psicosis, decía recientemente en una entrevista realizada por el diario La Vanguardia que un 15% de la población oye voces y un número menor “ven” y departen con seres que no están ahí, meros productos de su imaginación o familiares y amigos fallecidos. La miniserie River va de todo esto.
Producida por la BBC, se estrenó en octubre de 2015 y ha llegado recientemente a España a través de la plataforma Netflix. El papel protagonista corresponde al actor sueco Stellan Skarsgård que da lo mejor de sí y borda una interpretación que lo consagra como uno de los grandes actores del momento (y de los más discretos). Skarsgård es “River”, detective de la policía británica que da nombre a la serie. “River” dialoga (y se pelea) con seres inexistentes, entre ellos, su compañera “Jackie Stevie” (interpretado por Nicola Walker otra actriz de largo recorrido en la escena británica y que en su arranque tuvo un papel secundario hasta lo irrelevante en Cuatro bodas y un funeral, 1994) asesinada poco antes. La tercera pata de la serie es “Chrissie Read”, responsable del grupo de policías que protagonizan la trama y que es representada por otra actriz veterana, Lesley Manville, un rostro habitual en las teleseries británicas (la recordamos como la “señora Lorrimer” en la serie Agatha Christie’s Poirot) y que va cosechando premios de interpretación como el BAFTA a la Mejor Actriz Secundaria que ha obtenido por su interpretación en esta serie. Finalmente, respondiendo a la realidad actual de la sociedad británica, un actor de origen pakistaní integrado en la sociedad isleña, encarna a “Ira King”, el policía compañero de Skarsgård que ha sustituido a la policía asesinada. En torno a estos personajes centrales se va articulando la miniserie que no decepciona en ningún capítulo (si bien en los dos centrales, el ritmo baja y se hace ostensiblemente lento, para recuperarse luego en los dos episodios finales de la serie).
Lo que se puede pedir, en primer lugar, a una miniserie de detectives es que no reproduzca esquemas habituales en el género; que sea, en definitiva, original y aporte algo por lo que será recordada. La concepción de River es original: policía con un desarreglo psicológico que hace interlocutor suyo a personajes muertos. No se trata del habitual héroe seductor y ligón de este tipo de películas, sino de un policía sistemático e intuitivo con esos animados diálogos con proyecciones inexistentes de personas muertas. No se trata de una miniserie estilo Ghost Whisperer (2005-2010, Entre fantasmas) con su carga parapsicológica y seudo-espiritista, sino de proyección psicológica, cuyo protagonista pertenece a ese segmento del 15% que oye voces y ve personas inexistentes. A partir de este elemento axial, la serie resuelve, en el curso de sus seis episodios, los motivos porqué la co-protagonista resultó asesinada, para qué y por quién.
El trabajo de guionización es correcto, coherente y cerrado. La trama no deja cabos sueltos, está resuelta brillantemente y es creíble en todo momento. Las pinceladas de todos los personajes son verosímiles, no hay “héroes” maravillosos, ni villanos de maldad elevada a la enésima potencia. Usted o yo, los podemos encontrar en cualquier calle de nuestra ciudad. Quizás por eso, el papel de actores brillantes pero sobrios, discretos pero eficientes en su trabajo, es lo que ha hecho que esta serie de TV se recuerde especialmente por ellos, incluso por los secundarios. Fotografía y banda sonora contribuyen a dar credibilidad al guión, tanto como los silencios y los primeros planos que la cámara dedica al expresivo rostro de Stellan Skarsgård y que hacen innecesario cualquier diálogo.
La creadora, guionista y directora de la serie, Abi Morgan, lleva años en la profesión. Procede del mundo del teatro y la televisión ha sido el campo en el que ha cosechado sus éxitos más notorios reconocidos por su colección de premios Emmy, BAFTA recibidos. Entre las películas cuyo guión elaboró y que más contribuyeron a que se recuerde su nombre figura The Iron Lady (2011, La dama de hierro) siendo la verdadera artífice de que Meryl Streep encarnase a una Margaret Tatcher creíble. En River, ha co-dirigido la serie, sabiendo rodearse de un equipo de actores eficientes y rigurosos, todos ellos procedentes también del mundo del teatro.
Netflix estrenó River el 18 de noviembre, pero ha tardado siete meses en llegar al desdoblamiento español de la plataforma. Hay que felicitarse de que series de este tipo lleguen a nuestros monitores, aunque sea tarde, liberándonos de la pesada carga de la telebasura. Un producto agradable de ver, imaginativo, entretenido y, sobre todo, perfectamente interpretado. Digno de verse, en definitiva.
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Amor DiBó
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8
9 de julio de 2016
17 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Serie de humor negro en la que es inevitable ver tras su argumento –a menudo desmadrado– algunas de las preocupaciones de la sociedad noruega en el siglo XXI. ¿Y si los rasgos que ha adquirido aquella sociedad se adaptaran mal a las realidades del siglo XXI? ¿Y si aquella sociedad fuera demasiado vulnerable para soportar el contacto con otros pueblos, razas o religiones tal como viene impuesto por la globalización? Tales son las cuestiones que están presentes, planeando constantemente sobre la trama, especialmente en la primera temporada de la serie. La sociedad noruega está reflexionando, a través de Lilyhammer, sobre sí misma.
Noruega es un país extremo: situado más al norte de Europa, es, al mismo tiempo, uno de los menos poblados. De los poco más de cinco millones de noruegos, casi un millón vio el estreno de la serie Lilyhammer en 2012. La serie se ha prolongado durante tres temporadas. El tema central es la actividad de un capo mafioso neoyorkino trasplantado a la sociedad de una localidad noruega que realmente existe –Lillehammer– de apenas 23.000 habitantes en donde se reinventará como empresario, utilizando los mismos métodos mafiosos que en EEUU. El resultado es una serie desternillante y entretenida, a condición de que se sea consciente que vamos a presenciar una comedia negra que es algo más que eso.
La serie ha tenido tres temporadas, de 2012 a 2014, pero solamente ha llegado a España en julio de 2016 a través de Netflix. De hecho fue la primera teleserie producida por esta plataforma y ofrecida en exclusiva. Todavía está abierta la posibilidad de que veamos una cuarta temporada.
La serie nos pinta a una sociedad noruega ingenua y burocratizada, dialogante y abierta. Cárceles en las que los presos reciben clases de flauta dulce y en donde los carceleros lamentan tener que cerrar con llave las celdas de los presos, procedimientos de integración de la inmigración para evitar choques culturales tan ingenuos y suaves que apenas tienen efecto, trámites burocrático–administrativos interminables y, en la periferia, una “corte de los milagros” compuesta por pequeños delincuentes ocasionales, funcionarios espabilados, parados dispuestos a cualquier cosa para mejorar su situación y un capo mafioso decidido a gestionar todo esto con el pragmatismo propio de la mafia norteamericana.
El argumento es original. Don Vito Corleone hubiera actuado igualmente de haber terminado sus días en Lilyhammer. Sólo que Don Vito es aquí “Frank Tagliano, el Arreglalotodo”, interpretado por el polifacético Steve Van Zandt (que también ha participado en la guionización y que se ha implicado extraordinariamente en la serie), ya conocido por su interpretación como “Silvio Dante” en Los Soprano. Un papel genial incluso en sus matices más irrelevantes, en su gestualidad y en sus movimientos que es completado por una serie de actores noruegos desconocidos en España pero que, cada cual en su papel, contribuye a dar credibilidad a la narración, a pesar de lo increíble de algunas situaciones. Es, no se olvide, una comedia negra.
Se ha acusado a la serie de utilizar estereotipos y clichés. Y lo hace, efectivamente, pero ahí es donde radica, precisamente su éxito y su interés: en las contradicciones y tensiones que genera un mafioso convencional trasladado a un medio que no es el suyo, el estereotipo de un educador social obligado a actuar ante inmigrantes que nunca podrán entender su forma de ser y que termina desquiciado. No se trata de inventar gánsters o funcionarios; éstos ya existen: se trata de resaltar sus rasgos en un contexto que no es el que ellos hubieran esperado. También se ha acusado a la serie de ir bajando la calidad a medida que se iban produciendo más temporadas. No es así, lo que ocurre es que cada temporada tiene su leit–motiv. Cuando el espectador se ha habituado a la primera, cambia el ritmo de la serie al introducirse otra temática. Esto es especialmente perceptible en algunos episodios de la tercera serie que discurren en las antípodas de Noruega, en Brasil. Es posible que a algún tipo de público, habituado a la nieve y a los fiordos, les cueste reconocer la serie entre las favelas y el sambódromo de Río.
¿Merece verse? Sí, sin duda. Como mínimo, la primera temporada. No es solamente un divertimento: es una reflexión de la sociedad noruega sobre sí misma y sobre su viabilidad. Quizás esa no haya sido la intención de los guionistas, pero es lo que, en definitiva, les ha salido. Nos equivocaríamos, pues, si aspirásemos sólo a que esta serie nos hiciera pasar un rato entretenido y si perdiéramos la ocasión de que nos hiciera reflexionar un poco.
Detalle notable: banda sonora especialmente cuidada. El gánster neoyorkino abre un club –obviamente con el nombre de Flamingo, el mítico club de Las Vegas, abierto por el gánster Bugsy Siegel– que sirve como escenario para que en cada episodio actúen diferentes bandas de música, todas ellas de muy buen nivel.
¿Alguna sorpresa reseñable? El último episodio de la tercera temporada en la que aparece Bruce Springstten como gesto de apoyo con su amigo y compañero de banda (de banda musical, se entiende) Stevie Van Zandt.
Amor DiBó
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8
9 de julio de 2016
12 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
A VERY SECRET SERVICE, al servicio de la incorrección política
La primera temporada de A Very Secret Service (Au Service de la France), serie francesa emitida por Netflix, nos ha dejado muy buen impresión. Se trata de una comedia ambientada en 1960 que tiene como protagonistas a los miembros de un “servicio secreto”. Al igual que Lilyhammer, podría ser definida como “comedia negra”, pero esto no sería decir mucho sobre el contenido: hay que añadir también que se trata de un viaje a la Francia de 1960 realizado a través del mundo del espionaje. Y vale la pena verla, especialmente, si usted ama el cine francés, las películas de espías y conoce algo de la Francia de aquellos años. Si esta última condición no le acompaña, se perderá algunos de los mejores gags de la serie. Pero, incluso en ese caso, se distraerá, reirá y sonreirá durante toda a lo largo de los doce episodios. Dato importante: la serie es en algunos momentos “políticamente incorrecta”; valor añadido, por tanto.
En 1960, Francia había perdido buena parte de sus colonias. No pasaba un año sin que un país africano o asiático manifestara su deseo de independizarse de la metrópoli. Algunas independencias habían sido traumáticas (Indochina), otras lo estaban siendo (Argelia), la mayoría se realizaron sin pena ni gloria, aun a sabiendas de que aquellos países (subsaharianos) no estaba preparados para sobrevivir.
La película nos muestra a un extraño y burocratizado servicio secreto, provisto de unos agentes en los que la estupidez y la haraganería pura y simple, los sitúan solamente un pelo por encima del celebérrimo Maxwell Smart, el Superagente 86. Allí va a parar un nuevo funcionario en torno al cual gira la trama, el único que parece normal, “Ardré Merlaux” (interpretado por Hugo Becker). Todo en dicho servicio es “secreto”, nadie sabe exactamente lo que está haciendo –es “secreto”- y se limitan a cumplir las órdenes transmitidas mediante formularios. El relleno de formularios constituye una parte esencial en la vida de estos agentes, de la misma forma que el sonido de su oficina está salpicado por el ruido de los tampones de caucho golpeando las mesas.
La narración tiene un deliberado tono surrealista y una lógica absurda que en donde, justamente, reside su atractivo. Las categorías lógicas son abolidas. El absurdo se apropia de las situaciones e impone sus reglas. Y, sin embargo, tanto absurdo no puede hacer olvidar que, en el fondo de la narración, hay un poso de veracidad.
En 1960, hacía solamente 15 años que se había terminado la Segunda Guerra Mundial. No todos habían restañado sus heridas. Algunos franceses seguían odiando al enemigo alemán. Desconfiaban de él y de todo lo que propusiera. El haber pertenecido a “la resistencia” contra los alemanes durante la guerra, era el máximo título de prestigio para cualquier francés, a pesar de que la resistencia fue extremadamente minoritaria y casi imperceptible hasta el desembarco norteamericano en Normandía, cuando la guerra estaba ya ganada. Igualmente, la quintaesencia del deshonor era haber colaborado con el “gobierno de Vichy” que había negociado la rendición de Francia con los alemanes. En esto que estalló la “crisis de Argelia”: los nacionalistas argelinos querían la independencia, pero allí residían un millón de franceses que no estaban dispuestos a dejar de serlo. Aquello se convirtió pronto en una guerra abierta.
Entonces, algunos franceses vieron en De Gaulle al eximio salvador de la patria en junio de 1940, al nuevo mesías que requería la situación. De Gaulle fue sacado de su retiro y convertido en presidente para que resolviera el problema argelino. Había terrorismo de los independentistas argelinos y De Gaulle llegó para garantizar que Argelia seguiría siendo francesa. Tres años después daba la independencia a aquel país: como si un experimentado piloto hubiera realizado un aterrizaje perfecto en el aeropuerto que no era al que querían llegar quienes fletaron en avión. Como podía esperarse, una parte del ejército, apoyada por la población europea de Argelia se sublevó y generó otra organización terrorista, la OAS. Por si esto fuera poco, para derrotar a la OAS, Da Gaulle autorizó la formación de bandas de delincuentes comunes especializadas en el asesinado de miembros de la OAS, los “barbouzes”. Con De Gaulle, de haber solamente un terrorismo, el del FLN argelino, pasó a haber tres: el del FLN, el de la OAS y el de los “barbouzes”.
Es en este contexto anómalo y, ya de por sí, surrealista, en el que hay que insertar la trama de esta serie para poder percibir todas sus calidades humorísticas. Las formidables metidas de pata de la política francesa de aquella época, aparecen en esta serie en forma de gags. Se alude a hechos que realmente ocurrieron y se ironiza sobre una época y sobre la mentalidad de quienes tenían las riendas del poder. No es por casualidad que la figura del General De Gaulle aparezca en la presentación de cada episodio o que el jefe del servicio de inteligencia esté caracterizado casi como sus perfecto sosías.
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Amor DiBó
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10
9 de julio de 2016
11 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 2014 se estrenó 1864, una miniserie danesa de ocho episodios centrada en la llamada Guerra de los Ducados. Se trata de la serie más cara producida en Dinamarca, pensada para la exportación. La serie ha recibido críticas no suficientemente justificadas. Quien decida verla comprobará que se trata de un producto digno, agradable de ver, con una fotografía y una ambientación excepcionalmente cuidadas, un casting sin errores y un ritmo narrativo adaptado a la descripción de los hechos que desfilan por la pantalla.
A fuerza de ver series danesas (cada vez más competitivas y provistas de una calidad técnica creciente), empiezan a ser familiares los actores de aquel país: Pilou Asbaek, uno de los protagonistas, muestra sus cualidades interpretativas en un registro completamente diferente al que le vimos asumir en las tres temporadas de Borgen como “Kasper Jul”, o en Forbrydelsen II como “David Grüner”, habiéndose convertido en un habitual de la escena danesa desde 2008 (este año aparecerá en el remake de Ben–Hur en el papel de Poncio Pilato). O a Lars Mikkelsen, a quien conocíamos desde la tercera temporada de House of Cards cuando interpretaba al “presidente ruso Petrov” y ya nos había llamado la atención en la primera temporada de Forbrydelsen como “ministro Troels Hartman”. En cuanto al noruego Jakob Oftebro, su rostro aparecía en Lilyhammer, en un pequeño papel de vicioso obsesionado por la leche materna; sin olvidar su aparición en Bron–Broen. O Søren Malling, el soldado vidente y taumaturgo, que nos ha aparecido en como periodista en Borgen y como policía en Forbrydelsen. Y, por supuesto al camaleónico y regordete Nicolas Bro, al que vimos por primera vez en la segunda temporada de The Killing, luego en Mammon y finalmente en The Bridge, tres series que merecen ser recordadas, entre otros valores, por su participación. Tiene gracia que empecemos a reconocer a actores daneses, suecos y noruegos, casi tanto, o mucho más que a los de nuestro propio país, síntoma de la calidad de las series producidas en aquellas latitudes y de la olvidable mediocridad de los productos carpetovetónicos.
Una muchacha en paro (interpretada por la juvenil Sarag Sofie Boussnina), pequeña delincuente de pocos escrúpulos conoce a un anciano, propietario de una residencia señorial. Lo que, a primera vista parece una relación insufrible, termina estabilizándose cuando el anciano le pide que le lea un libro manuscrito que figura entre su baúl de recuerdos. Es la historia de Inge (encarnada por Marie Tourell Søderberg), escrita por ella misma y que narra, esencialmente, los sucesos que llevaron a la llamada Guerra de los Ducados entre Prusia y Dinamarca en 1864.
Prusia era entonces una gran potencia militar. Parece increíble que la clase política danesa, dirigida por un alucinado predicador, admirador de una frívola actriz teatral (papel interpretado por Sidse Babett Knudsen, protagonista de Borgen) fuera capaz de transmitir la sensación de que el pequeño país nórdico era el “elegido por Dios” para vencer a los “malditos prusianos”. Pero el nacionalismo es así: una mezcla de delirio místico e irresponsabilidad que impide ver objetivamente el mundo que te rodea. Dinamarca fue derrotada en pocos meses y suerte tuvieron los daneses de que Bismarck y Moltke anduviesen ocupados en la creación del Segundo Reich que, finalmente, vio la luz en 1871. Dinamarca perdió en esa guerra el istmo que le une a Alemania y que hoy es el länder de Schleswig–Holstein.
La miniserie narra tres historias paralelas: la peripecia de dos hermanos enamorados de la misma mujer, la formación del delirio político–místico que llevó a la declaración de la guerra, y el desarrollo de las batallas, con un epílogo que muestra el discurrir posterior de la vida personal de sus protagonistas.
Algunas críticas han dicho que la presencia de la joven delincuente en el domicilio señorial es demasiado forzada y que la narración hubiera podido prescindir completamente de ella. No lo vemos así: la película trata de la historia de Dinamarca. La historia es el nexo entre las generaciones y eso es lo que ha querido destacar el guionista: el presente depende del pasado; el pasado se refleja en el presente. De ahí que, para acentuar el carácter histórico de la producción sea necesario incorporar a la joven buscavidas que termina en la mansión del abuelo, el cual, en su juventud ayudó a Inge a escribir su diario: tres generaciones ligadas por un “libro”, esto es, por la Historia.
La película podría haber caído en el melodrama y terminar siendo una especie de culebrón a la danesa, pero es comedida: no hay más drama que vivieron los protagonistas de aquellos tiempos azarosos. 1864 es el paradigma del drama danés. No creo que sea una película pacifista como se ha visto, sino simplemente descriptiva. Toda guerra es una tragedia, lo saben, en primer lugar los militares que han sufrido la dureza inmisericorde de los campos de batalla; lo saben también los familiares de quienes han ido a luchar. Los únicos que lo ignoran son los políticos, trastornados por sus delirios o sus ambiciones, que envían a los jóvenes a morir.
¿Qué es 1864? Respuesta: 1864 es una lección de historia. Es historia, mucho más que melodrama romántico o tragedia sentimental, mucho más que película bélica o saga familiar.
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Amor DiBó
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