Poco después de tener sus primeros sueños, la inmobiliaria para la que trabaja la envía a una isla para venderle una casa a una princesa africana, que es ni más ni menos que la princesa de sus sueños. Al llegar al hotel, el recepcionista (el propio tito Jess) le advierte del peligro. Tara es en realidad una hechicera que tiene en el sexo su gran fuerza, su poder, que le sirve para elevarse por encima de la realidad y dominar a aquellos que caen bajo su influjo, como son los dos esclavos (hombre y mujer) que la sirven. A través de los sueños, Tara atrae a Alice. Sueño y realidad se confunden cada vez más, en lo que es uno de los grandes aciertos de la película y una de las características del cine de tito Jess, consiguiendo crear una sensación de confusión, un ambiente onírico en el que se despliega aquello más oculto que hay en el interior de Alice y de cada uno de nosotros, los sueños prohibidos, el inconsciente. En este sentido, se podría hablar de una cierta relación del cine de Jess con el surrealismo, lo que seguramente chocará a algunos.
Con ayuda de un consolador mágico surgido de las arenas del desierto, Tara despliega su poder y eleva a Alice a un estrato superior de conciencia gracias al sexo. Ahora ya nada puede ser igual. Todo cambia irremediablemente, especialmente su relación con su marido, que recibe también la llamada de Tara y acude en su busca a través del desierto, que, con sus dunas, recuerda al cuerpo de una mujer, un lugar en el que perderse al igual que el hombre se pierde entre los pliegues del cuerpo de una mujer. Al llegar a los dominios de Tara, ésta le convierte en su nuevo esclavo. Finalmente Alice, definitivamente subyugada por Tara, recibe de ésta su poder al ser penetrada con el consolador sagrado, transmitiéndole así su poder, su fuerza y, en cierto modo, su maldición, pues tras 300 años siendo la princesa, Tara muere (mientras Alice le hace un cunnilinguis), habiendo cedido todo lo que era a Alice, la nueva princesa, concebida por Macumbé. Alice despierta en su cama junto a su marido, en un final típico de tito Jess, como si todo hubiese sido una pesadilla, un sueño.
¿Fue todo un simple sueño? Sí y no. Adentrándose en su interior Alice ha chocado con sus propios deseos inconfesables, se ha enfrentado a su yo oculto y ha comprendido su poder y su fuerza. Tara es todo aquello prohibido, reprimido, oculto, lo que no nos atrevemos a confesarnos ni a nosotros mismos. Tal y como Tara le dice al marido de Alice: “Yo no soy una realidad, soy un sueño inconfesable. Soy todo lo prohibido, lo avergonzante.” Gracias a su mediación, dejándose atrapar por ella y su magia sexual, se puede alcanzar ese lugar que hay en lo más profundo de nuestra mente y, a partir de allí, hundirse o elevarse. ¿O quizás no hay nada de esto y simplemente es una historia de tetas y culos contada de forma diferente? Esto es lo bueno de tito Jess, que no sabes si es un genio o un obseso sexual. Poco importa eso, al menos para mí.

La película es lenta (como todas sus películas) hasta un extremo que la hace insoportable en determinados momentos (lo que unido a su exagerada duración provocó que diese más de una cabezada mientras la veía). La lentitud tiene sentido cuando hay contrapunto, no cuando es una constante invariable. Así, momentos en que esa lentitud tiene sentido (como la escena en la que la televisión anuncia la inminencia de la guerra) pierden gran parte de su fuerza y belleza al quedar diluidas en un conjunto del que apenas se distinguen. Sólo si hay contraste, si hay un punto de inflexión, podría esta escena y otras de la película alcanzar su plena significación, llegar a ser algo más y desplegar las alas del sueño colectivo. Pero de eso nada, sólo provoca somnolencia.
No hay duda de que Tarkovsky es un buen director que maneja la cámara con maestría y es capaz trasmitir con la imagen una sensación de belleza difícil de igualar, pero esto no deja de ser sentimentalismo barato, pura imaginería (muy similar a la de los iconos que muestra el protagonista al hojear un libro) sin nada que transmitir, sólo contemplación, sólo pasividad frente a un mundo que se va al carajo y contra el que nada se puede hacer, así pues, sólo nos queda disfrutar de unos pocos momentos hermosos. Es incapaz de concebir que lo maravilloso pueda llegar a ser la norma y por eso se conforma con sucedáneos de vida auténtica aparentemente vividos pero que no son sino momentos de lo inauténtico que sólo aparentemente rompen con la realidad. Un ejemplo de ello es el cartero, cuyo particular coleccionismo podría contener una posibilidad de dar sentido y contenido a lo maravilloso, pero que se queda en una vaga idolatría por lo sobrenatural. A ello se añade el exagerado barroquismo de algunas escenas (como la del ataque de histeria) que tratadas con más sencillez transmitirían mucho más y nos permitirían simpatizar con los personajes, pero que en su absurda y grotesca exageración no conducen a nada más que a recrearse en su falsedad.
La falta de comunicación es una constante en la película. Todos los personajes hablan pero no escuchan, no se relacionan entre sí, viven en su propio mundo autista del que son incapaces de salir. Tarkovsky retrata esta incomunicación (una de las claves de nuestra sociedad) bastante bien, pero también aquí es incapaz de concebir una salida que no sea la de encerrarse aún más en uno mismo, como hace el protagonista al incendiar la casa y abandonar definitivamente todo, abrazándose a la locura, a una locura que no es un desafío a lo existente, que no busca quebrar la racionalidad irracional impuesta que ordena el mundo, sino que es una mera huida, una búsqueda de refugio, una retirada similar a la de la religiosidad. Odio este mundo pero no quiero mover un dedo por cambiarlo.
En definitiva, una decepción, aunque esta decepción, naturalmente es puramente personal, seguro que a muchos les parecerá una obra maestra. Y la verdad es que podría haberlo sido. Una pena.

La burla constante que muestra hacia la policía y el poder hace que empaticemos con él. La escena en la que se cuela en la rueda de prensa del ministro del interior y suelta un “gas hilarante” que hace que todo el mundo doble el espinazo de risa mientras éste habla de perseguir a los malhechores y reinstaurar la pena de muerte es realmente hilarante. Y sus mil y un trucos para escapar de las garras del comisario en el último momento burlándose de él y derribando a un ministro del interior tras otro hace que soñemos con un Diabolik real que nos saque de la rutina.
Se puede decir que Diabolik es un ladrón con una cierta inspiración anarquista. Tras ser ofrecida una recompensa de un millón de dólares por su cabeza le envía una carta al ministro en la que le advierte que: “visto el pésimo uso que el gobierno hace del erario público haré que en el futuro no pueda usted disponer de ese dinero.” Dicho lo cual vuela las oficinas de impuestos y otros edificios gubernamentales, acabando con las reservas monetarias y con los datos fiscales en un gigantesco potlach. Gesto puramente anarquista, pues entre las primeras acciones de cualquier revolución se encuentra siempre el quemar los archivos gubernamentales y abolir el dinero. Derribar las bases del viejo mundo para empezar a construir uno nuevo desde los cimientos. Hacen falta no uno, sino cien mil Diaboliks. ¿A qué esperamos?

La historia es, pues, una historia de venganza que comienza ya con una humillación, con una violación, a la que sucederá la humillación y esclavización continua hasta que la violencia acabe con ellas. La protagonista, Madeleine, es violada siendo niña por un vagabundo, tras lo cual sufre un trauma y queda muda de por vida. Vive en un pequeño pueblecito con sus padres y con el tiempo se convierte en una hermosa joven, pero inocente, muy inocente, lo cual es aprovechado por un proxeneta para secuestrarla y, tras hacerla adicta a la heroína, obligarla a prostituirse. Tras arañar la cara a su primer cliente, el chulo le castiga vaciándole un ojo (escena que recuerda y mucho a la famosa escena de El perro andaluz de Buñuel). A partir de entonces deberá llevar un parche. Para evitar las indagaciones de los padres de Madeleine, el chulo les envía una carta (que obliga a firmar a la ya adicta al caballo Madeleine) en la que ésta les desprecia y les dice que ha conocido a un hombre y no quiere volver a verles. Los padres, desesperados, se suicidan. Al conocer la noticia, Madeleine decide entrenarse para ejecutar un día su venganza. Toma clases de artes marciales, de conducción temeraria y de tiro. Cuando asesinan a una de sus compañeras que intentaba fugarse da comienzo a su plan de venganza. Armada con una escopeta de cañones recortados asesina uno por uno a varios de los clientes que la habían vejado y deja para el final al chulo que, desesperado, le tiende una trampa y envía matones para que acaben con ella. Pero Madeleine los elimina y, tras robar un coche de policía, va en busca del chulo, al que retará a un duelo. En un final típico de western, Madeleine se enfrenta cara a cara al responsable de su sufrimiento. La venganza se disfruta más cuando se ejecuta lentamente y se ofrece a la persona que nos ha hecho sufrir algo de su propia medicina, y eso hace Madeleine. Tras pegarle varios tiros en la rodilla le entierra dejando sólo su cabeza al descubierto y atándola con una cuerda a un caballo deja que éste le ahorque lentamente. La venganza ha sido ejecutada.