Aprender a comportarse.
Aprender a vivir.
Aprender a ser.

Para dar adecuada respuesta a tales pretensiones existen tantas opciones que nadie podría, sin grave riesgo para su propio sentido de la equidad, decantarse en un sentido despreciando todos los demás.

La propuesta que se ofrece en esta serie de televisión se lleva a cabo con exquisita profesionalidad cinematográfica, con verismo, con adecuada combinación de elementos y con resolutiva destreza.
Lo que no le pedimos es que su solución pedagógica o personal sea la mejor o que guste a todos.

Un Carradine que borda el papel, unas situaciones que aportan valor en la medida de su misma dificultad, una planteamiento muy correcto, una trama desarrollada con maestría y una música y una fotografía que rayan a gran altura definen los contornos de una de las mejores series para la pequeña pantalla.

Si además, posee algún valor de carácter ético y social, o aportación estimable al modo de comportarse, de vivir o de ser, no se lo debemos censurar.

Otra cosa es que lo compartamos o no.

Cuidada producción en la que los protagonistas alcanzan cotas muy notables de calidad interpretativa. Un soberbio John Wayne (que también dirige) encabeza el espectacular reparto y resuelve ambos cometidos con sobrados recursos.

Volver a ver las películas de la juventud significa casi siempre enfrentarse a una obra distinta de la que en su momento se vio pero, en este caso, muchos de los valores que entonces pudieron estimarse como muy meritorios mantienen su vigencia. La buena caracterización psicológica de los personajes y sus convincentes reacciones ayudan a que la obra haya envejecido muy bien.

Aquí importa poco cómo termina la película y si uno está a favor de un bando o del otro.

Lo que realmente importa es que cada elemento parece encontrar su lugar, cada diálogo es el adecuado a la situación que lo genera, cada música refuerza la acción, cada paisaje lo reviste de grandeza.

En eso consiste el arte de hacer películas.

Impregnadas las retinas del ayer, la mirada del espectador se torna ingenua, a veces también ilusa, ante los fotogramas temblorosos que se suceden sobre la pantalla para relatar su mensaje de más de cien años de antigüedad sin proferir una palabra.

Levanto mi copa por los pioneros.
Y también se une a la celebración un bombón de dulce licor.

Quiero ser aviador.
Quiero parecerme a Gary y también al otro Gary, a Frank, a Humphrey, a Gregory, a Joseph, a Rodolfo (Rudolph), a James, a John, a Robert, al otro Robert.
Quienes somos feúchos, sositos, balbucientes, indecisos y algo patosos necesitamos de alguien que viva por nosotros peligrosamente.

Quienes carecemos de valor para afrontar la acción y nos conformamos con la fantasía, necesitamos el cine.

Pues esto es el cine.

La misión del guión es convencer.
La misión del director es seducir.
La misión del actor es hechizar.

Cuando una película tiene una duración cercana a las tres horas y en la butaca no se percibe la menor sensación de fatiga, seguramente es porque las cosas se están haciendo muy bien.

Poseer una historia y dotarla de vida es el primer paso.
Dominar los secretos del tiempo narrativo es el segundo peldaño de este arte.
Marlon Brando y Al Pacino representan el último eslabón, nuestro referente más cercano y la guinda de la obra.

Así da gusto.