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España España · Valdepeñas
Críticas de Lucho Garmán
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Críticas 14
Críticas ordenadas por utilidad
8
10 de enero de 2017
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He visto tráilers de películas horrendas utilizar más tiempo para contarnos de forma resumida tramas que finalmente acaban rondando las dos horas. En este precioso corto de escasos 4 minutos, Korine recrea las ilusiones perdidas, como aquella obra de Balzac, de una joven afroamericana que recorre las calles de un pueblo en decadencia junto con su pandilla de amigos. Al mas puro estilo de un director que se cree capaz –y lo acaba consiguiendo– de hacerte erizar hasta el último vello del cuerpo con la historia de unos adolescentes que se sienten absorbidos por la monotonía y la tristeza de un pueblo muerto, de una sociedad que se marchita.

Puede que haya gente que llegue a considerar exagerada una nota tan alta como esta y unas apreciaciones tan positivas, a la vez que reales, de un cortometraje que se esfuma en un abrir y cerrar de ojos. Pero es que este tipo consigue contar tantas cosas en tan poco tiempo... Y consiguiendo rememorar con ese estilo tan peculiar a su cinta más codiciada, "Gummo". Me ha parecido por momentos estar viendo una de las numerosas tramas intercaladas que componen ese experimento fílmico que horroriza a algunos y embriaga a otros; de hecho, podría insertarse sin ningún tipo de pudor en dicha trama y nadie alzaría la voz. Por eso la puntúo con la misma nota, un 10 que para mí expresa el gusto por un cine completamente diferente, transcendente y transgresor. Planos inestables, coches abandonados, colchones mugrientos, un grupo de chavales con palos de madera en una mano y una botella de alcohol en la otra. Cosas, en definitiva, cosas inertes sin ningún valor que interpretan su pequeño papel cuando alguien con la mirada y la sensibilidad de Korine se topa con ellas. En definitiva, y como se dice también en un largometraje algo más popular que esta desconocida cinta, saber encontrar la particularidad, la hermosura en algo tan ordinario.

Esto mismo es lo que consigue Korine con tan solo cuatro minutos de cinta. Nada más. Nos está diciendo: Aquí lo tenéis, disfrutadlo e interpretadlo. La presencia de los jóvenes que aparecen en el corto refleja ese sentimiento nihilista del que gozan las minorías marginadas en numerosas partes de EEUU. El hecho de que quieran, como dicen, volar como los pájaros que admiran desde la distancia, o las apreciaciones sobre el carácter irrefutable de la muerte nos viene a mostrar que hay jóvenes que quizás maduran demasiado deprisa. Ya no van a la Iglesia porque han perdido la fe. Solo al final del corto podemos presenciar como quedan esas estrellas siempre encendidas. Solo les queda creer en las estrellas como la representación infinita de su niñez.

El acento desenfadado de la joven afroamericana que narra las secuencias acaba resultando acogedor. Su tono y la dulzura con las que nos está contando su drama remueve la conciencia. Solo Harmony Korine tiene la capacidad de hacer que algo tan difícil y que a la vista de muchos pueda resultar insulso y vacío, acabe presentándose como una pequeña joya para los que quizás vemos la realidad con otros ojos y pensamos que en el cine no hace falta gastar rollos y rollos de cinta para conseguir fabricar una joya como esta.
Lucho Garmán
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10
24 de enero de 2017
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Finalmente, Lars Von Trier ha dejado de creer en sus propios postulados. Su cine sigue siendo diferente al del resto de los mortales, eso es cierto; pero sus ultimas películas demuestran que el cineasta danés ha dado, en cierto modo, su brazo a torcer en cuanto a lo que se refiere a la utilización de los –en otras manos denostados– efectos especiales. Y digo bien: en otras manos; porque la elegancia y el "savoir faire" de Trier en lo que se refiere a la puesta en escena y al uso de los artificios en este film merecen una ovación explicita y más que merecida. El título de la crítica es una obviedad; hace ya un tiempo que este director dejó a un lado el cumplimiento de algunas de las bases fundacionales del famoso movimiento experimental Dogma 95. Al fin y al cabo, como ocurre con la mayor parte de los movimientos rompedores y regeneracionistas, los avances y la demanda de este tipo de recursos se presentan casi obligatorios como ornamento en la mayoría de las películas actuales.

Eso sí, cada cual los utiliza de una forma abismalmente diferente; tenemos por un lado la sanguinolencia y la explicitud de Tarantino; por otro la artificialidad y la abundancia de directores como Spielberg y Nolan; el desconcierto y la psicodelia de Lynch o Stone; la eficiencia y la técnica de Kubrick o Scorsese. El caso de Lars Von Trier va a parte: Puede envolverte con la majestuosidad y la atmósfera que crea gracias a la presencia del poderoso planeta Melancolía hasta hacerte mirar por tu propia ventana esperando verlo a través de las nubes, mientras se aproxima hacia ti lentamente. Puede, también, hacerte creer que te están mutilando los genitales con diversas herramientas de bricolaje y provocarte un dolor testicular severo a la vez que te llevas las manos a dicha parte para cerciorarte de que todo está en su lugar correspondiente. Este tipo es así, radical y genial, en todos los sentidos. Aceptémoslo, al Dogma 95 ya no hay quien lo salve; pero mientras el bueno de Trier pague el precio de su traición ideológica con semejantes producciones, yo me conformo.

Dejando a un lado la musicalidad escenográfica de Melancolía, la suprema calidad de los demás aspectos de la cinta no se queda atrás. ¿Conocéis esa extraña e incomoda sensación que surge cuando te encuentras con alguien a solas y no sabes muy bien de qué hablar? ¿Cuando relajas el esfínter en un ascensor repleto de gente y es demasiado evidente de que eres culpable? ¿Cuando te acercas a alguien por la espalda pensando que es tu colega y, a la vez que le abofeteas la coronilla, te das cuenta de que no es tu colega? ¿Cuando durante una conferencia de prensa en Cannes afirmas que comprendes a Adolf Hitler? Bien, podría seguir mencionando situaciones extremadamente incómodas y no llegaría jamás a igualar la sensación que me ha invadido durante la mayor parte del visionado de esta cinta. Pero bueno, alguien que esté familiarizado con el cine de Lars Von Trier o que conociese el título de la trilogía a la que pertenece "Melancolía" podría suponer que no se iba a tratar de una experiencia agradable. Esto es, a la vez, lo que atrae tanto la expectación de las películas del danés; además, y para hacerlo todo aún más bizarro, te introduce en la acción de la mano de una pareja de novios dispuestos a protagonizar lo que se supone es uno de los momentos más importantes y felices de la vida de cualquier ser humano. Qué astuto eres, Lars... Una ceremonia con apariencia modélica acaba desembocando en un microcosmos de tensiones familiares, matrimoniales, profesionales y, finalmente, existenciales.

Los personajes se diluyen poco a poco entorno a aquel que interpreta la bellísima y prodigiosa Kirsten Dunst, que evoluciona e involuciona de forma desconcertante tanto en la primera como en la segunda parte de la película, pero siempre manteniéndose en sus pilares. Una primera parte que me ha resultado algo más densa y gris, aunque básicamente debido a que su complejidad argumental la arrastra en ciertas ocasiones a la ambigüedad. La concisión de la segunda parte, que se centra más en el personaje que interpreta Charlotte Gainsbourg, resulta más atractiva a ojos del espectador, con el aliciente de la virtuosidad técnica de Trier a la hora de maravillar con las imágenes del gigantesco planeta azul acercándose a la tierra, acompañado en todo momento de la sinfonía de Richard Wagner. Nombro, obviamente, los dos personajes que vertebran el guión y que representan en definitiva dos arquetipos que se plasman en la pantalla de forma circular y perfecta, pero que a la vez son de una complejidad enorme.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Lucho Garmán
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8
5 de abril de 2020
0 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las manos que se disponen a escribir esta crítica están, afortunadamente y sin que sirva de precedente, exentas de haber cometido ningún crimen por el cual su dueño se haya visto obligado a pasar alguna noche en el calabozo. No obstante, en el caso de que se diese tal inoportuno y en absoluto deseable suceso, rogaría a cualquier fuerza divina que me pudiese escuchar para que las dependencias policiales en las que guardase reposo a espera de juicio no se pareciesen lo más mínimo a las que sirven como escenario para casi la totalidad de esta más que estimable película dirigida por el director italiano Giuseppe Tornatore, ya por todos conocido al ser el principal responsable de obras maestras tan memorables como la que todos ustedes tienen en mente.

Una historia angustiosa, ambigua y notablemente estructurada que, gracias principalmente a la tensión dramática que exhalan los diálogos y la ambientación que acompañan al relato, nos acaba proporcionando un producto de apetecible ingesta, a pesar de que no llegue a ser del todo redonda. El argumento se estructura en torno a lo que más que una comisaría pareciese cualquiera de los fosos punitivos que conforman los Círculos del Infierno de Dante, a la cual llega el misterioso personaje de Onoff, encarnado por Gérard Depardieu en lo que podríamos considerar su periodo biográfico pre-ruso y de moderada ebriedad –recuérdese que no cató biberón, sino botella de tempranillo–, y un Roman Polanski que deja de lado el papel de director de orquesta para pisar el barro y coger el violín con sus propias manos; pues oigan, está lejos de ser el “endemoniado” Paganini, pero ni mucho menos desafina en su labor interpretativa al lado de Depardieu, dándole vida al comisario encargado de sonsacar algún que otro misterio que parece esconder este recién llegado.

Leyendo alguna que otra crítica anterior, la gran parte de ellas coinciden en trazar cierto paralelismo entre la onírica neblina que envuelve esta película con el universo narrativo del atormentado escritor alemán Franz Kafka, en lo que a la escenografía recreada y ciertos aspectos temáticos se refieren; pero, a pesar de considerar no poco acertada dicha comparación, encuentro una mayor y más pertinente semejanza con muchas de las características fílmicas, por ejemplo, de los archiconocidos hermanos Coen o, si me apuran, a la cosmogonía lyncheana. Concretamente, y de modo terriblemente similar, nos viene a la mente ese marciano hotel hollywoodiense en el que se hospeda el aclamado guionista Barton Fink en la película que lleva su mismo nombre por título y que, además de tener este punto en común con respecto a Pura formalidad en cuanto a la atmósfera escénica, comparte al mismo tiempo el elemento literario como fondo que llena dicha forma.

Estas reminiscencias nos vienen como anillo al dedo para resaltar lo que constituye una de las principales cuestiones que sustentan el guion de esta película: la memoria. Desde el punto de vista etimológico, observamos que dicho término deriva de la palabra latina ‘reminisci’, que a su vez significa ‘recordar’; pues bien, no sin antes pedir disculpas por el tono desagradablemente academicista de esta última apreciación, es precisamente ese el objetivo que se impone el personaje del comisario interpretado por Polanski con respecto al bueno de Onoff. Así pues, del mismo modo que las referencias kafkianas son, sin lugar a dudas, explícitas en lo que se refiere a la continua incertidumbre que ese halo misterioso impregna a todos los personajes y decorados de la película, una de las primeras escenas de la misma, en la que uno de los funcionarios de prisiones cede una taza de leche caliente a Onoff para que este se la beba, acabará acercándose finalmente a lo que se conoce comúnmente con el nombre de otro famoso literato que, esta vez, comparte nacionalidad con los dos actores principales: el fenómeno de Proust.

De esta forma, el olor de una galleta mojada en té o el sabor de una simple magdalena tiene la capacidad de evocar determinados recuerdos de la infancia y la juventud. Y aunque en este caso no se trate únicamente del sentido del olfato, sí entran en juego toda una serie de métodos intencionalmente aplicados por el comisario para promover la estimulación de la memoria de su co-protagonista, con la intención de ayudarle a salir de esa especie de amnesia parcial en la que este último se encuentra sumergido. Para ello, tampoco dudará en resaltar la admiración que profesa por la aparente profesión de Onoff, la de escritor, y usarla como una de las bazas principales en su interrogatorio. A fin de cuentas, el resultado que obtenemos de todo esto es una cinta de aproximadamente hora y cuarenta y cinco minutos de metraje que se consumen en la oscilación que se crea entre la duda metódica de corte cartesiano que nos suscita permanentemente el pasado del detenido y toda una reflexión, que acompaña de la mano a esto último, acerca del significado esencial de la creación literaria. Una cinta más que recomendable y entretenida aunque imperfecta, al final de la cuál todos llegamos a una única certeza verdaderamente concluyente que nos servirá, en cierto modo, para dejar de lado los malos hábitos antes de que sea demasiado tarde:
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Lucho Garmán
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8
8 de abril de 2019
2 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
En una llanura del altiplano colombiano, flanqueada por la luz azulona de los nubarrones que avecinan tormenta, un grupo de adolescentes juega al fútbol con los ojos vendados dándole puntapiés a una pelota revestida de cascabeles que delata su ubicación cada vez que alguien la golpea. De esta inocente manera da comienzo la película del director y guionista Alejandro Landes, que nos presenta una especie de fábula social con tintes de realismo mágico y referencias directas a la obra cumbre de William Golding, El señor de las moscas. Ambientada en el corazón de la selva cafetera, fue rodada casi en su totalidad en exteriores, de los que la fotografía y algunos de los planos generales y aéreos consiguen provocar una sensación onírica en el espectador de una potencialidad estética enorme.

La historia relata las vivencias de los mismos jóvenes que al comienzo de la cinta se comportan como lo que son, al fin y al cabo: niños; pero ya en la secuencia posterior descubrimos que su misión dista mucho de lo que podríamos llegar a pensar en un principio. En realidad, todos ellos forman parte de un comando paramilitar que está siendo entrenado por un dirigente de la guerrilla con enanismo, que los somete a toda una serie de duros entrenamientos físicos con la intención de acelerar su proceso de madurez y poder usarlos de esta forma como carne de cañón en los conflictos bélicos que asolan el país. Entre tanto, y a medida que la acción transcurre, los protagonistas aprovechan la ausencia de este pequeño tirano para dar rienda suelta a sus apetitos e intrigas sexuales, propios de la edad, al mismo tiempo que las relaciones jerárquicas que se establecen entre ellos se desestabilizan como consecuencia de las inseguridades de unos, los delirios de grandeza de otros, una ciudadana americana a la que mantienen cautiva y una vaca lechera de la que tendrán que hacerse cargo hasta que la autoridad regrese.

Cuando parece que todo está bajo control y que los imberbes pubescentes son capaces de mantener el orden que se les ha delegado, una bala perdida surgida de un arrebato desmedido de exaltación acaba con la vida del rumiante, al cual, por cierto, habían bautizado con el nombre de “Shakira” –un dardo cargado de sátira hacia la cantante currambera–. Se desata entonces el pánico y las obligaciones que anteriormente servían como mera distracción recreativa cobran ahora un cariz mucho más tétrico y realista; el juego se transforma en una cruda realidad que comienza a desbordar poco a poco los límites de sus fantasías infantiles, derrumbándose lentamente al compás de los disparos y las explosiones de metralla.

La habilidad técnica de Landes se hace patente a la hora de acompañar las vicisitudes que narra el guion con unos efectos audiovisuales que logran casi a la perfección una simbiosis claustrofóbica entre la angustia y el sueño; los elementos musicales, por su parte, actúan como intensificadores de la atmósfera que se respira en los momentos de mayor tensión dramática, sin llegar en ningún momento a abusar de su preponderancia sobre otros aspectos de la producción, y los escenarios, enfoques e imágenes que capta la cámara destilan una referencialidad simbólica y poética que recuerdan –salvando la debida distancia– al mismo Tarkovsky. Todas estas cualidades que corren por parte de la realización se complementan con las interpretaciones de los jóvenes actores y actrices que se meten en la piel de los despojados personajes que protagonizan la trama y que, al igual que los náufragos ingleses de la novela de Golding, construyen un panorama caracterológico a través del cual se representan las maldades y perversiones innatas del ser humano. En definitiva, Monos nos invita a balancearnos entre la visión rousseauniana del hombre bueno por naturaleza y aquella que Hobbes metaforizaba con el aforismo que reza Homo homini lupus (El hombre es un lobo para el hombre), mientras nos vemos imbuidos en una narración a la que tampoco le falta la acción necesaria para mantenernos pegados a la butaca durante la hora y cuarenta minutos de metraje.
Lucho Garmán
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