Da que pensar que una comedia, en tres horas muy largas, solo te arranque un par de sonrisas cortas. El problema, pienso, es la desproporción. La desproporción mal gestionada tiende a la inverosimilitud de los malos trucos: no enganchan y atufan a rollo y a plomo. La desproporción también es como los chistes malos: uno conoce la gracia de antemano y enseguida se pierde, no solo el interés, también el tiempo, que se hace largo y pesado. Así con Babylon.

Babylon es un derroche técnico y presupuestario que se queda en una película mediocre.

Babylon es un escándalo, en el sentido estricto de la palabra: ruidosa, alborotada, bullanguera.

Babylon son tres personajes, con sus tres historias personales, que confluyen en el mundo del cine y en el paso de éste de mudo a sonoro. No es nuevo el drama. Y, a falta de novedad, cae en un alegato que pretende enaltecer lo manido con una millonada en artificios. Babylon es muy artificiosa.

Babylon se hace larga y pesada. El papel de Pitt (correctísmo) es el de siempre: no aporta, pero lo salva. El de Robbie (brillante), de tan estereotipado, se queda en la anécdota ligerita y sin trascendencia. Y el de Calva (pissh), de tonto útil, no es muy creíble, se queda en nada. Y alrededor de estos tres, la desproporción en escenarios, en secundarios y en extras que básicamente aportan alboroto y mucho ruido; también algunas secuencias estrambóticas que, para colmo, no sorprenden.

Y para terminar, el final. Qué final. Lamentable. Y hasta aquí puedo escribir.

El narcisismo de Moretti sorprende por chocante, continua irritante y acaba desquiciando al sufrido espectador atrapado en algo muy parecido al book de selfies de una quinceañera en distintas poses, con un variado de sonrisas y mohines y un sin fin de morisquetas y pruebas de peinados. Lo dicho, si a Narciso le bastaba un estanque, este Moretti necesita un Pacífico para reflejar tanto ego gratuito y vacuo. Lo curioso del asunto es que el tipo es consciente y, lejos de cortarse un poco y corregir la desproporción, la eleva al paroxismo de aquella canción que decía: Me importo yo y yo y yo y solamente yo. Y, para colmo, la monotonía, es decir, un solo tono, un solo registro, pase lo que pase siempre la misma cara, el mismo gesto embobado en la nada.

La crítica amiga dirá lo que quiera decir, pero, créame, una película insufrible, una ¿comedia? que no arranca ni media sonrisa, un burdo panfleto social que no deja ni una sola idea para la reflexión o el debate. Un ombliguismo en definitiva que, para colmo y para rematar el cuadro, viene subrayado por un doblador muy malo, sin matices y un tono constante de documental.

Nos cuentan en Changeling (curiosa palabra que no tiene traducción directa en español: ¿cambiazo?) la relación de una casa encantada con su habitante. Así, como suena. La casa se expresa abrupta y, a menudo, muy violentamente y el inquilino, en lugar de salir pitando, se dispone, comprometido, gustoso y aun a costa de la salud y la vida misma, a resolver los conflictos antiguos de un fantasma atormentado que aún vive en el ático, al final de la escalera. Nada nuevo bajo el terror: una mansión vieja e inmensa para una sola persona, golpes, ruidos, juegos de luces, puertas que se abren y se cierran, cosas que se mueven porque sí... Pero no da miedo, al contrario. Obra maestra de terror, dicen. Pero no da miedo ni siquiera asusta. Tampoco te mantiene expectante ni engancha saber qué ocurrirá porque el embrollo ideado tiene mala resolución dentro de la coherencia. Uno termina de ver la película por una especie de curiosidad mórbida y, castigo, se da de bruces con un colofón, digamos por decir algo suave, ilógico y desproporcionado.

Es larga y premiosa: la misma historia se cuenta en la mitad de tiempo, con algo más de dinamismo y, sobre todo, con menos ramificaciones que no aportan y despistan. Falta poda. Llega a aburrir. Mucho.

Está muy embrollada: corsos, árabes, traficantes de drogas, corruptos... dentro y fuera de la cárcel. Idas y venidas, salidas y entradas increíbles, misiones diversas, tejemanejes varios, fidelidades, traiciones, amistad y todo eso y aun más para llegar a un final semi-abierto y semi-feliz en el que lo más probable, seguramente sucederá. Llega a agobiar con tantísimos temas y tantos hilos; y, cuando hay tantos, no termina de interesar ninguno. El deseo es que acabe, no importa cómo, ya que, con tantas tramas abiertas, cualquier final es posible.

Es inverosímil: una cárcel con dos guardianes solo (no salen más; cuéntelos) y los dos al servicio del capo corso, amo y señor de un penal tan estereotipado e irreal que uno llega a pensar: Joder, con tanto poderío, cómo es que el viejo no ha conseguido aún salir de allí.

Técnica y estéticamente puede estar a la altura de la nota media que aquí le otorgan, pero, por lo demás, uno pierde el interés enseguida al comprobar que le van a contar lo mismo de otras veces, pero adobado con un hiperrealismo encomiable que, de perfecto y detallista, consigue arrastrarte hasta más absoluta indiferencia.

La fotografía, la ambientación y la música, de nivel, muy notables. Lo demás lamentable. Especialmente, la dirección artística: qué actuaciones, desde la protagonista al último extra (a excepción de la excelente Elvira Mínguez), tan planas, tan descreídas; qué diálogos más impostados, sin alma, sin intención; así no habla la gente, ni con ese lenguaje y menos con ese tono robótico.

El guión también destaca en la parte negativa de El guardia invisible. No conozco la novela de Dolores Redondo, pero pienso que su éxito debe ser por otros méritos que en absoluto pueden corresponderse con lo desarrollado en esta cinta.