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Críticas de Andrés Vélez Cuervo
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Críticas 40
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
9 de septiembre de 2015
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un velo de encaje cubre pobremente una pequeña ventana. Mientras se escuchan los estertores del moribundo que habita el cuarto, el velo se infla levemente con el viento, como los pulmones llenos de huecos, casi inservibles de ese pobre hombre. Adentro, ese futuro cadáver es un ancla que reúne por un corto tiempo a una familia rota; afuera, cae una lluvia de cenizas sobre un mar de caña.
Con esa escena, mi favorita sin parangón de La tierra y la sombra me bastó para saber que estaba viendo la película de un poeta con el corazón quebrado, migado, hecho polvo y ceniza. También con esa escena tuve claro una vez más que no solo “el amor se escribe con llanto” como canta el bambuco de Álvaro Dalmar durante el metraje, sino que también el arte se escribe con la misma tinta y que ese dolor es pasto nutritivo para el genio artístico.

Saltémonos lo obvio. Seguramente todos mencionarán la relevancia de la ópera prima de Acevedo para el cine nacional y de sus premios en Cannes. Hagamos por un momento el ejercicio de pensar que esos premios no hubiesen tenido lugar, que este fuera un largometraje como cualquier otro que llega a nuestros ojos y del que no tuviéramos noticia alguna. Hecho esto, es cuando podemos hablar de por qué esta es una gran película, porque los premios… los premios son solo una recompensa a la virtud de esta obra de arte, así que da igual si llegaron o no para juzgarla.

Para empezar, este largometraje es estupendo porque alcanza ese nivel poco habitual que hace que una obra humana se convierta en arte. Acevedo consigue que una historia sencilla se cuele lentamente en el pecho del espectador y repte allá dentro hasta morderle el alma. Seguro, como me pasó a mí, son muchos los espectadores que han visto La tierra y la sombra y han quedado desasosegados y con una tristeza cruel que ni siquiera otorga el consuelo de romper en llanto. Esta película va directo al interruptor de la melancolía y la nostalgia, porque, a fin de cuentas, de eso, en gran medida, es de lo que trata. Esta es una historia sobre una gran tragedia de nuestro país, pero también sobre una tragedia universal, la del desarraigo, la de esa necesidad de supervivencia que nos obliga a abandonar los espacios, los cuerpos y la tierra para mantenernos con vida, tanto física como espiritualmente. Es por esto que el breve regreso a casa del protagonista de esta historia es la visita al reino de las sombras, de los recuerdos que se han llevado el tiempo y el fuego. Se trata del retorno a todo eso que está encerrado y oculto, como ese hijo moribundo al que se protege del polvo y la ceniza mediante el más deprimente y oscuro encierro. Esa rotunda capacidad para inocularnos el dolor del desarraigo y la nostalgia, quebrando a machetazos la idea bucólica del campo como un paraíso, es seguramente lo que hace que esta película sea tan notable y única en su forma de mirar.
Pero también está ahí el poder audiovisual que despliega Acebedo, con unos planos compuestos con esmero geométrico en los que la cámara interviene llena de expresividad, como si quisiera mostrarnos que está haciendo una mueca de dolor y tristeza aquí, o una de suspirante sonrisa más allá. A esa cámara, además, le confiere un movimiento pausado y cadencioso como el de las hojas de los cañaduzales, estableciendo un ritmo lacónico que transmite ese peso existencial de los personajes e incluso la incapacidad de respiración de aquel hijo enfermo que ya solo vive para esperar la muerte.
Como si no fuera ya bastante, la película también hace gala de un manejo del color lleno de elegancia y sutileza que crea una extraña atmósfera de desolación desértica en medio de los verdes cultivos de caña que inundan el horizonte.
Luego está todo el andamiaje simbólico, soberbio, pero hecho como con ganas de pasar desapercibido: esos pájaros que el niño llama y aguarda pero que nunca descienden del árbol para comer, esa sábana que amortaja al hombre enfermo incluso antes de fallecer y bajo la que en más de una ocasión vemos también cubierto a su pequeño hijo, ese formidable caballo que se le cuela en la casa y en los sueños al protagonista, esa omnipresente ceniza que va cubriendo a los vivos de muerte, esa cometa colorida alzando vuelo para anunciar el fin de la vida, …
Hay más, el propio sonido y la ausencia del mismo están allí al servicio de esa melancolía que se mueve lenta y que parece inofensiva, pero que abre tajos, tal como lo hacen, una vez más, las hojas de caña.
Es justo también mencionar el trabajo de los actores, quienes salidos de esa realidad que retrata Acevedo, llevan consigo las marcas del doloroso amor por la tierra y la familia en un microcosmos en el que ambos se vuelven polvo.

La tierra y la sombra es un poema audiovisual y como tal debe ser visto, leído, sufrido y disfrutado. Cuando el 23 de julio esté disponible en cartelera, olvídese usted de ir a verla porque ganó, entre otros premios, la cámara de oro en Cannes, o porque hay que apoyar al cine nacional, o porque todo el mundo habla de ella y hay que estar al día. Vaya por usted mismo, por lo que el hecho de verla y entregarse a ella representará como alimento para sus ojos y su alma. Vaya a verla porque el contacto con una obra de arte con tamaña capacidad de vulnerarlo es una experiencia pocas veces disponible que no debe nunca tomarse a la ligera.
Andrés Vélez Cuervo
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5
9 de septiembre de 2015
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La duda es la semilla del cambio. Esta es una verdad tan simple como poderosa; no en vano es, entre otras cosas, el mismísimo germen de la ciencia.
Un vistazo por encimita a Difret nos hará saber lo obvio: es la lucha legal de una abogada etíope (basada en una historia real no muy lejana en el tiempo), Meaza Ashenafi (Meron Getnet), quien le pone el pecho a toda una cultura nacional y sus tradiciones incuestionables para defender la vida de una pequeña niña, Hirut Assefa (Tizita Hagere), secuestrada y luego violada por su pretendiente a esposo, quien perpetúa con dicho acto una tradición antigua de su pueblo, y a quien Hirut le quita la vida para poder escapar. Así las cosas, en ese primer vistazo, esta viene a ser una película sobre la lucha por la igualdad de derechos de las mujeres, pero en una capa más esencial, Difret es una reflexión sobre la duda como necesidad ineludible para el cambio. El calvario de Hirut tiene lugar porque la duda aún no se ha sembrado y una tradición muy problemática se toma por inamovible.
Esta no es realmente una película sobre Hirut, a pesar de que sea en ella en quien se deposite toda la atracción empática del espectador (cosa, por cierto, problemática de esta producción, si me lo preguntan). Hirut es un personaje totalmente inocente y forzado por las circunstancias, que sirve solo como motor de la acción dramática y como pararrayos del infortunio y de las silenciosas muestras de simpatía del público. La protagonista de la película es en realidad su defensora, Meaza, quien se lo juega todo por esa defensa, no solo porque quiera evitar una injusticia, sino porque tiene la firme convicción de que debe cambiar toda una forma de pensar en su cultura.
Esta es la auténtica esencia y lo realmente interesante de la obra del director Zeresenay Mehari, pues la situación específica de ese contexto cultural etíope puede perderse por particular, pero la certeza de la duda como motor del cambio es algo innegablemente universal. Es por eso que al ver Difret, como espectador colombiano, uno se siente de alguna manera tocado, porque en nuestro país y en el mundo entero hay también muchas costumbres, muchas prácticas, muchas creencias y muchas verdades supuestamente absolutas que merecen ser puestas en crisis, a fin de cuentas esa es una de las labores principales del arte. Y al decir esto no me refiero solo a materia de derechos humanos, de inclusión y de género; me refiero a temas éticos en la raíz de nuestra cultura, a asuntos religiosos, políticos, medioambientales, sociales y espirituales que deberíamos mantener vivos a fuerza de crisis, porque la vida es movimiento (a todo nivel), de manera que las ideas inamovibles son momias sin utilidad.
Hay también, por supuesto, razones puramente estéticas para acercarse con curiosidad a Difret. Dos son los puntos que considero más valiosos de la película: en primer lugar, los aciertos visuales en estrecha armonía con la narración que su director alcanza por momentos. Así por ejemplo ese instante en que Hirut, tras la noticia de su profesor de que ha recomendado que la suban un grado en el colegio, deja escapar una sonrisa tímida, casi como si fuera un delito hacerlo, y justo cuando se ha ganado con un simple gesto de su cara al espectador, le cae encima la tragedia. O aquel otro en que su captor, a la mañana siguiente de haberla violado, le ofrece una diminuta taza de café sostenida en su mano enorme como una ofrenda que reafirma su sumisión de víctima. En segundo lugar, la música de David Schommer y David Eggar, llena de un poder vibrante que mueve las entrañas a través de las percusiones y los bajos para poner sutil y efectivamente al espectador en el lugar preciso, sin ser obvio; con elegancia y estilo.
Pero permítanme volver al asunto de la duda, esa que nace al ver la película y que desencadena la crisis ética al pensar que existen sistemas de valores diferentes a los que ha esparcido por el planeta la globalización y que, a lo mejor, no exista tal cosa como los universales de la moral. Esa duda que nace al jugar a ponerse en los zapatos del otro, en los de Hirut que pasa a ser asesina luego de ser la víctima, deshumanizándose por la fuerza y teniendo que olvidar que es solo una niña porque a los ojos del mundo sus senos en crecimiento la estigmatizan como mujer y como presa, pero también en los del victimario que termina muerto después de haber seguido con justa convicción una tradición que lo legitimaba.
Esta no es en realidad una película que descuelle por sus grandes impactos estéticos, si bien es un largometraje correcto y delicado. Esta es una obra dedicada, para bien o para mal, a hacer que el espectador ponga en crisis su sistema. Quizá no se atreva lo suficiente y no satisfaga apetitos de crudeza más vivos como el mío, pero aun así tiene la valía de invitar a dudar y de sembrar esa sana semilla.
Andrés Vélez Cuervo
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3
9 de septiembre de 2015
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las víctimas en Antes del fuego son palomas invisibles posadas en los cables de luz, son ancianos aburridos y de nuevo invisibles tras las ventanas de los edificios del centro de Bogotá. Estos fantasmas sugeridos por la ausencia ven pasar la vida desde el silencio de su muerte anónima e impune.
Esta primera película de Laura Mora, directora colombiana formada en las trincheras de la televisión, promete ser un homenaje a las víctimas de la toma del Palacio de Justicia. Esa es su bandera de promoción y ese mensaje da cierre al metraje, pero de eso hay poco y nada en el largometraje. Quizá es que se pierdan en esas menciones simbólicas del cableado y las ventanas de la capital colombiana, que sirven como una suerte de signos de puntuación del metraje (quiero creer que de eso se tratan esas bellas imágenes que perlan la película y que no son producto de una afortunada casualidad de relleno); quizá la razón sea menos poética y loable; júzguelo usted cuando la vea.
Llámenme loco, pero creo yo que para hablar desde el arte de un tema delicado de la historia nacional como este hay que tener pantalones. No se puede andar por la vida siendo un tibio sin postura, con miedo a molestar como parece andar esta película en la que se expone superficialmente la archisabida trinidad de sospechosa culpabilidad por el desastre del Palacio: militares, guerrilla y mafia. Pero bueno, concedamos a esta producción el hecho de que haga esto en aras de mantener la imparcialidad, cosa que resulta sosa hasta el tedio, pero que es de alguna manera justificable.
El problema con esto, que en principio podría ser solo un mal menor, es que en la película se escoge, para sustentar esa pánfila imparcialidad, el punto de vista más políticamente correcto de todos (y sabe Dios que la corrección política nunca ha sido buen pasto para el arte), de tal manera que no podemos identificarnos con víctima alguna, tampoco con ningún victimario, cosa que sería harto interesante, sino que nos vemos obligados a entablar empatía con unos investigadores “imparciales” cuya peripecia solo nos arroja información desordenada que funciona como una madeja de hilos enredados en un cajón, en vez de hacerlo, como debería, como una telaraña envolvente, efectiva y bellamente tejida.
Entra entonces la obra de Mora en clave de Thriller, sin haber entendido de qué se trata y cómo funciona el género, olvidando la necesidad del ritmo y la emoción. Por supuesto que pasan cosas a los personajes, en efecto, pero ninguna se experimenta trascendente: hay un asesinato hecho pasar por suicidio del mejor amigo de Arturo (un Luis Fernando Hoyos que actúa como sin ganas) y se siente como si hubiese sido el de cualquier hijo de vecino, porque ante semejante suceso a este periodista investigador ni se le mueve el pelo; hay un romance, al que ni historia de amor le podemos llamar, porque es un affair telenovelero entre Arturo, el veterano periodista de cuna acomodada y Milena (Mónica Lopera), la practicante de humilde procedencia, y hay una investigación melindrosamente obstaculizada por unas amenazas que no asustan ni a los personajes ni mucho menos a los espectadores.
Pues bien, es así como la película se enmaraña sin permitirnos conocer y entender a las víctimas para durante unos minutos compartir su calvario, sin atreverse a señalar a los victimarios y ponernos en aprietos al hacernos pensar en la valía de sus motivaciones, sin darnos pie a la reflexión y la crítica de un hecho que merece ser puesto en crisis y discusión, sin proveernos siquiera de un material valioso de aprendizaje histórico porque todo se trata sin carácter.
Así las cosas, no sabe uno ya si la traición a esa promesa de homenaje es un acto de ingenua negligencia o de mezquina marrullería, pero el caso es que en esta película las víctimas existen solo, como decía, en la fantasmal presencia de los espacios simbólicos de su invisibilidad y en el epitafio que despide al espectador de la sala de cine en el que se asegura que la película fue hecha para ellos.
Yo no soy una víctima de esa tragedia, tampoco perdí a nadie en el Palacio, ni siquiera conozco de cerca a uno de los afectados, de manera que no puedo hablar desde la emoción vulnerada de aquellos que derramaron lágrimas de nostalgia y llaga en otras sillas del cine en que vi Antes del fuego. Tengo que hablar desde la cómoda barrera de una vida sin grandes cicatrices, pero esto no es impedimento para decir con seguridad que una víctima merece como homenaje un acto artístico marcado por la seriedad, el compromiso y el coraje, cosas que yo sencillamente no pude apreciar por ningún lado en esta película.
Si me lo preguntan, diré que es un deber ineludible del cine y de todo el arte el acudir, cuanto sea necesario, a la realidad en la que nace, por horrenda que sea, pero es tan esencial esa aproximación como el hecho de hacerla de una manera tal que desencadene la reflexión y la crítica. ¿Si no es a través de la potencia motora del arte que se cuestiona el mundo, qué mejor camino queda?
Andrés Vélez Cuervo
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7
9 de septiembre de 2015
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desvelada por el temor a ser asesinada, María hace esta pregunta a Jorge, quien ve en plena madrugada una repetición de un partido de fútbol:
– “¿Y usted para qué se ve un partido si sabe cómo va a acabar?”
Este, solo responde:
– “Mañas, mañas de uno”.

Estas dos líneas de diálogo parecerían intrascendentes, pero en ellas se oculta todo un aparato discursivo que La semilla del silencio, la ópera prima de Juan Felipe Cano, escrita por el también primerizo en el mundo del largometraje Camilo de la Cruz, construye inteligentemente para mirar la realidad colombiana desde la perspectiva de un cine vibrante, lleno de peripecia e intriga, y que se construye, siguiendo los modelos clásicos del género negro, mediante una narrativa con temporalidad dislocada que lleva al espectador a la confusión y la inseguridad buscando despertar en él una crisis ética que lo saque de las salas de cine con una chispa de ese heroísmo tercamente necesario que tienen los protagonistas.
En un país marcado por el crimen y la impunidad, la protagonista de esta película, la fiscal María del Rosario Durán (una Angie Cepeda madura y atractiva) representa a aquellos héroes que se juegan la vida contra todo un sistema envenenado en el que la vida se cuenta con monedas a través de la transaccionalización de la muerte. Pequeños Davides en una pelea injusta, comprada y pactada desde el principio, en contra del gigantesco Goliat del Estado de la mordaza y del crimen disfrazado de política democrática. María está dedicada con valiente obstinación a la tarea de hacer justicia en el caso de una masacre en la que trece adolescentes fueron asesinados para engrosar las listas de los “falsos positivos”. Bueno, en realidad ni eso, porque sabremos que a quien había encargado su muerte para sumar víctimas a su cuota en busca de los “aguinaldos de sangre” no le sirven y los desecha como basura para ser enterrados en cualquier parte.
María del Rosario es la encarnación del tipo de héroe por el que clama esta nación desangrada y estertorosa de cansancio, y a su lado se encuentra otro héroe en una lucha igualmente trágica, agotadora y frustrante. El otro protagonista de La semilla del silencio, el Sargento Jorge Salcedo (un Andrés Parra que, como de costumbre, hace un trabajo impecable), se obstina por resolver el crimen de la fiscal Durán, quien, como es de esperarse en el triste universo que esta película retrata, es asesinada para silenciar su voz enérgica que busca justicia.
También en esas palabras entre los dos protagonistas reposa el discurso mismo de buena parte del cine negro, especialmente del de detección policiaca, en el que esta película se inscribe abiertamente: el relato del héroe trágico quien, como el pobre Laocoonte en Troya, se enfrenta a fuerzas monumentales y, aún a sabiendas de que no las podrá vencer por sí solo y de que su lucha seguramente le costará la vida, se entrega con cuerpo y alma para hacerles frente y defender aquello en lo que cree y aquellos a los que ama. Esa es María en su combate contra la injusticia, y también es Salcedo, entregado a la digna y necesaria labor de resolución de un acertijo que no dará paz, que no reestablecerá orden alguno sino que, en cambio, hundirá al investigador dentro del infierno de una sociedad enferma en la que no se puede confiar siquiera en los supuestos garantes del orden y la justicia, una sociedad que La semilla del silencio retrata críticamente con gran tino, exponiendo las lacras de la corrupción y la impunidad, verdaderas semillas de la violencia nacional.
Este largometraje no solo merece nuestro tiempo y nuestros ojos por la responsable y acertada mirada que hace a una terrible realidad, sin ñoñería ni exotismo; también los merece porque es una demostración de cómo en Colombia el trabajo disciplinado y constante rinde frutos y permite hacer cine: Camilo de la Cruz, el guionista de esta película, y Juan Felipe cano, su director, lo saben bien, pues con ella han recorrido un camino de éxito creativo que empezó con el incentivo para desarrollo de guión del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico en 2008 y terminó con el incentivo de la misma entidad para la producción del largometraje en 2012; ahora con su estreno en el FICCI, dentro de la categoría de Competencia Oficial de Cine Colombiano, empieza la enorme tarea de atrapar al público y a la crítica y sembrar en ellos su semilla heroica en contra del silencio.
Andrés Vélez Cuervo
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10
5 de junio de 2007
25 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me confieso como admirador de Lars Von Trier, sin embargo, tarde me acerco a esta película, la cual, sabiendo que era uno de sus primeros trabajos, empecé a ver con mucho tiento, pues esperaba encontrar esos típicos tropiezos y malos tragos de los inicios de carrera de quienes se convierten con la experiencia en grandes de su arte. Sin embargo mi proceso y gozo como espectador ha sido equiparable al arco de desarrollo de la película misma; gigantesco.
Cualquiera esperaría que tan brillante obra de metatextualidad fuese un producto maduro, o de ser joven, fuera desafortunado, pero en este caso tenemos una obra impecable, llena de todo el humor negro que es connatural a este creador.
Desde el uso de diferentes calidades de imagen que se terminan confundiendo, hasta el proceso creativo que termina sobrepasando las barreras de su género, como sobrepasa la criatura a su creador, al mejor estilo de Milton o Shelley, la película muestra con muy buen gusto cómo transgredir las normas genéricas sin atentar absurdamente contra el espectador. Y ya que nos mencionamos, es de aplauso cómo se anticipa permanentemente a las expectativas del lector, pues zigzaguea de tal manera en la línea de la tradición metatextual que cuando llegas al final, lo que sabes obvio, te logra sorprender.
De verdad los invito a ver esta película, con la que descubrirán el germen, brillante desde la siembra, de este gran cineasta.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Andrés Vélez Cuervo
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