Hannah y sus hermanas es probablemente la película más representativa del periodo Woody Allen que comprende básicamente la década de los ochenta, desde Interiores hasta Delitos y Faldas, en el que el realizador profundizó en los abismos del alma humana más allá de sus rarezas y caracteres externos.

Los personajes de estas películas, y en especial los de Hannah y sus hermanas, tienen una dimensión interior que define su relación con el mundo y sus relaciones con sus parejas. En particular en esta cinta, Allen disecciona calladamente el interior de cada uno de ellos como si de protagonistas de una obra de Chejov se tratase. Hay en todos una confusión y una pérdida, una duda sobre su lugar en el mundo y un anhelo de ser amados.

El reparto, como era de esperar, está espectacular en lo aparentemente discreto de sus composiciones. Todos ellos, Wiest, Farrow, Caine, Hershey, Sydow y el propio Allen, saben que los dilemas a los que se enfrentan sus personajes no pueden afrontarse con estallidos emocionales, si no con la delicadeza con la que deberían haber tratado sus relaciones.

Pese a lo sombrío y triste que pueda sonar, Hannah y sus hermanas no es una película pesimista, ni mucho menos. Es un brutal canto a la vida y a las bendiciones del amor, pero configurado con una madurez y un realismo que deja pasmado.

Es cierto también que ese acercamiento a la introspección y a lo soslayado hace que Hannah y sus hermanas no tenga el ritmo o el ingenio de otras de sus obras, pero a cambio regala una espectacular tesis sobre cómo despreocuparnos de todo aquello que no podemos controlar y ante todo, ser felices en la vida.