Una muestra más de que es el odio el combustible esencial de las guerras y de que somos títeres en las siniestras manos de los poderes políticos, rehenes a su vez de los intereses económicos y, lo más increible aún, seguimos siendo desmemoriados peleles de megalómanos e imbéciles varios. Antes podían llamarse Adolfo, José, Benito, Winston o Francisco y ahora Vladimiro, Angela, Teresa, Mariano o Súper Esperpento con Nombre de Pato.


En algún lugar de la costa danesa, bajo la supervisión de un sargento de esta nacionalidad y bajo el mando operativo de los aliados ingleses, unos prisioneros alemanes son obligados a desactivar miles de minas que fueron colocadas tiempo atrás por el ejército nazi que creyó, erróneamente, que el desembarco tendría lugar por aquellas latitudes. El veterano militar, rebosante de rencor, conducirá con mano de hierro a los soldados perdedores, más niños que hombres, hacia una misión de máxima peligrosidad. Y entre la niebla espesa, que nubla el raciocinio, se abrirá paso la imparable brisa de la inocencia que soplando, soplando, es capaz de construir puentes de ternura para huir hacia días mejores.


Basado en acontecimientos históricos de la Segunda Guerra Mundial, la mirada sencilla y desprovista de artificios de Martin Zandvliet nos sitúa en medio del conflicto permanente, por ineficaz, que consiste en combatir la violencia con más violencia. Los resultados, estamos cansados de verlos, benefician solo a los traficantes de armas y de vidas.