“La Isla” empieza bien y continúa por el mismo camino hasta que Michael Bay se acuerda de que es Michael Bay. Lo suyo son los videoclips, destruir bienes terrenales aparatosamente y exigirle a los actores que salten sin despeinarse. El catastrofismo hiperbólico en su marca de fábrica y en general, sin personajes de por medio, conduce a la nada. Pero antes de llegar al paroxismo de la acción existe otra película, una buena primera parte que construye un futuro descorazonador, donde un ordenador vela por nosotros, nos analiza de continuo y piensa por nosotros. Es el territorio clásico del Gran Hermano, pero narrado con verosimilitud y acierto. Hasta el personaje de Buscemi está logrado, un vividor que hace de puente entre la mentira y la realidad que hay al otro lado. Gracias a él intuimos la estafa, pero estamos en la obligación de seguir a nuestros dos protagonistas en su descubrimiento y es a partir de ahí cuando “La Isla” entra en erupción. Y ya sabemos lo que queda después del estallido de un volcán.

El resto del filme es manido y poco inspirado, una repetición de las constantes de un director que toma carrerilla para recuperar lo perdido en la contenida primera parte. Por lo visto la nitroglicerina acumulada le pesaba en los bolsillos y hay que gastarla atropelladamente. Una lástima. La parábola futurista se desvanece y ni siquiera la posibilidad sibilina de un doble para cada uno de nosotros tiene enjundia. Bay va a lo suyo: romper cosas sin que la lógica importe mucho. Desquicia el guión, deja a un lado los logros, el espesor acumulado hasta entonces, y se lanza por su pendiente habitual. Le da igual la tierra futura que Pearl Harbor. No se trata de exigirle sutilezas, pero sí, al menos, que respete al espectador. Las películas no son anuncios, trailers de sí mismas, y eso es lo que “La Isla”, en sus peores momentos, parece.