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Voto de cinedesolaris:
9
Drama Un autobús escolar se despeña montaña abajo y se hunde en un lago helado. En el accidente mueren todos los niños del pueblo. El abogado Mitchell Stevens se entrevista con los padres, reabre sus heridas del pasado y les propone llevar el caso a los tribunales. (FILMAFFINITY)
3 de noviembre de 2022
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
La actriz Arsiné Khanjian sugirió a su marido, Atom Egoyan, que leyera Como en otro mundo (The sweet hereafter), la excelente novela de Russell Banks, publicada en 1991 (y luego en España por Anagrama), inspirada en el accidente de un autobús escolar acontecido en Alton, Texas, en el que perdieron la vida 21 niños. Egoyan se esforzó en conseguir los derechos del libro pero, en primera instancia, no lo consiguió porque los poseía una productora. Cuando expiraron los derechos, la escritora Margaret Atwood sugirió a Egoyan que conociera a Banks, quien estuvo dispuesto a concederle los derechos. Egoyan trasladó la acción de Upstate New York a la nevada Columbia británica, para conseguir financiación canadiense. El dulce porvenir (The sweet hereafter, 1997) es una depuración del singular estilo, o singular estructuración del cine de Egoyan, que ya había deparado grandes obras como El liquidador (1991) o Exótica (1994). No hay secuencia que mejor lo condense que la climática de este prodigio de modulación narrativa atravesado por una emoción contenida que quema como el hielo y se torna conmoción que desgarra y consigue lo que pocas obras logran, conseguir que la experiencia del arte se aproxime a sumergirse en el núcleo de la vida, allí donde quema, y nos confronta con la inmanencia de nuestra fragilidad y vulnerabilidad, y a la vez con el potencial de la empatía. En esa secuencia, se conjugan tres tiempos, como durante toda la narración, pero confronta a la vez, como el proceso alquímico, con la oscura negrura que ha sumido en la depresión tanto a los habitantes del pueblo, el accidente en el que perecieron sus hijos, como a Stevens (magnífico Ian Holm), el abogado que ha intentando conseguir que los padres acepten sus servicios para pedir una indemnización a alguien, sea quien sea, porque alguien debe ser responsable de ese accidente, no puede ser solo un mero accidente. De hecho, consigue que muchos acepten porque no pueden aceptar que la vida solo sea un accidente. Por otra parte, en esta secuencia climática se evidencia lo que ya se sugiere durante la narración, cómo con esa búsqueda de indemnización el mismo Stephens transfiere su necesidad de compensar su frustración por la impotencia que ha sentido con una hija que durante años se ha extravíado en rehabilitaciones y tratamientos por su adicción a las drogas. Necesita su particular indemnización vital. El dulce porvenir traza un canto a la empatía entre los desgarros de la intemperie de la emoción vulnerable ante una vida de sombríos hilos, sean los desmadejados de la casualidad o los de la música del destino (fatal o benévolo según el relato que necesitemos para afrontar nuestra impotencia), con respecto a los que hay que asumir que nadie es inmune. En esta escurridiza, por impredecible, realidad, cual paisaje helado en el que uno se siente minúsculo, frágil, dependiente de los imprevistos, y desoladores, accidentes de la vida, nos sostiene el autoengaño de los relatos que creamos como mecanismos defensivos y, más sustancialmente, la capacidad de la empatía, esto es, hacer manto cálido con el dolor de los otros, la conjugación de un junto a que hace centro real (realizado) de las superficies de las apariencias del teatro o feria de la vida que nos mantienen, entre fantasías reconfortantes, en las distancias heladas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
cinedesolaris
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