En la literatura de terror los relatos breves suelen resultar bastante más eficaces que los prolijos novelones. Ello se debe, supongo, a que la concisión, un valor en cualquiera que sea la forma de expresión artística, adquiere una relevancia incluso mayor en dicho subgénero. Los mismo sucede en el cine, ejemplo palmario de lo cual es la cinta que nos ocupa.
David F. Sandberg adapta su propio corto homónimo arruinando por completo las posibilidades, por escasas que fueran, que éste apuntaba. De hecho, los apenas tres minutos del film original encierran un interés infinitamente superior al del melodrama con bicho en que degenera su alargamiento hasta unos setenta y cinco minutos que parecen el doble o el triple, de tan tediosos y previsibles.
La historia de familia rota, señoras pinzadas y tratamientos experimentales que siempre —SIEMPRE— salen mal, pese a haberla visto media docena de veces sólo en el último... mes, viene contada de tal manera que, encima, no tiene ni pies ni cabeza. La pronta revelación de la iniquidad —si se llegan a dar más prisa, nos la enseñan antes incluso que los títulos de crédito— corta el rollo al espectador mejor predispuesto y, como señalaba en el párrafo anterior, no hay uno solo de los (presuntos) sustos que no veamos venir con semanas de antelación.
En cuanto al reparto encargado de interpretar este bodrio cósmico, da lástima ver a Maria Bello, otrora actriz de cierto renombre, enfangada en un papel que roza lo caricaturesco. Si bien es cierto que ella al menos se esfuerza por insuflarle una mínima dignidad a su ridículo personaje. El resto constituye una cáfila de disminuidos psíquicos al lado de los cuales ese espectro con trazas de ex-roquero en horas (muy) bajas, aun sin erigirse en ningún prodigio de agudeza, se comporta de modo infinitamente más inteligente que sus eventuales y prescindibles víctimas.