Mizoguchi apenas toma más que unos cuantos detalles sueltos de los Ugetsu Monogatari de Akinari y, en lugar de reproducir siquiera alguno de ellos, prefiere construir a partir de esos pedazos una historia unitaria sobre los males que causa en la gente humilde la ambición de ascender. Diría que el guión es bastante discutible, no por apartarse del original sino por la excesiva simplicidad de los personajes y situaciones y por el moralismo machacón, simplón incluso en la época del film. Sin embargo, sí se ve a este autor imbuido del toque especial que tiene la fantasía tradicional japonesa y, con su asombrosa habilidad para la puesta en escena y la dirección cinematográfica (ayudado por la música precisa que sabe incluir en el momento preciso), consigue reproducirlo para el espectador con frescura y vigor. Ningún otro director que yo conozca refleja mejor esos fantasmas que inicialmente parecen no serlo y que resultan tan naturales en el marco real en que aparecen, si bien ofreciendo ya desde el inicio las precisas gotas de misterio. O esas casas habitadas que de repente resultan no existir, o permanecer ruinosas y abandonadas, salvo en la cabeza del incauto. O esos paisajes tan deliciosamente terrenales y al mismo tiempo tan propios para el desfile de los espíritus, como en la preciosa secuencia del lago nebuloso. Además, el cine de Mizoguchi es tan proclive a dibujar a la mujer como víctima de los desmanes de la sociedad que en esta película consigue incluso que nos compadezcamos del triste destino del personaje de la princesa fantasma, que en el cuento original no es más que una malvada serpiente del averno.