Las imágenes son luminosas y brillantes, con un color que atrae la atención del espectador. Pero en la narración de la historia se producen saltos bruscos en el cambio de espacio y tiempo que desconciertan al espectador y le dejan siempre con ganas de que lo que ocurre en cada escena tenga un final. Si bien es cierto que la carita de bobo que se le queda a Donato (Wagner Moura) después de alguna de ellas indica claramente que es lo que ha ocurrido. Y siendo así que arranca las escenas, o las termina, con planos largos que en muchos casos pierden su sentido, bien podría el director (Karim Ainouz) haber dedicado un tiempo a orientar al espectador. Esto, uno no sabe si es por falta de ideas o es que quiere imprimirle a la película un sello particular. Pero analizando profundamente la película, parece como construida por una serie de poemas, cada escena es un poema. Poesía del exilio, de la emigración, del recuerdo de la calidez de la tierra natal y del frío de la tierra donde ha emigrado. Es, a mi modo de ver, una forma poética de cine, como en su tiempo hizo Pasolini, con el que coincide en la temática del hombre desarraigado de la sociedad donde vive, pero lleno de vitalidad y valor para enfrentarse a la vida. En muchos momentos uno queda extasiado ante las imágenes; no por bonitas, sino por lo bien realizadas.