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Voto de Andrés Vélez Cuervo:
7
Comedia El soldado número 13 del ejército estadounidense de la 1ª Guerra Mundial defiende el frente con sus compañeros. Charlot, convencido de que va a morir por haber roto un espejo, no acertar en cara o cruz y por llevar el 13 de la mala suerte, sale lleno de miedo de su trinchera, pero consigue capturar a un grupo de enemigos alemanes él solo. Después de esto, cree que tiene buena suerte, y decide hacer un trabajo voluntario en el que le ... [+]
10 de septiembre de 2015
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de cuatro años, tres meses y catorce días de muerte, la Primera Guerra Mundial llegó a su fin el 11 de noviembre de 1918. Esa guerra no solo fue la primera confrontación de proporciones globales de la historia en la que se involucraron todas las potencias militares e industriales del momento, también fue el primer show público de las atrocidades bélicas, lo que llevó a pasar de la guerra heroica marcada por el orgullo de dar la vida en la lucha, a la guerra plutónica del dolor, la mutilación y la monstruosidad. Bajo el ojo testigo de un arte aun joven como la fotografía y de una todavía en pañales como el cine, el mundo entero vería por primera vez las sórdidas consecuencias de la lucha armada a través de rostros desfigurados y miembros cercenados. El impacto emocional y el agotamiento que debió producir esa larga exposición a la muerte como eje de la actualidad en sociedades como la norteamericana tiene que haber sido infame; el deseo de que el conflicto terminara debió haber sido tan enconado y lleno de desesperación como la sed de los náufragos.
He hecho el improbable ejercicio de intentar imaginarme a mí mismo en un estado de cosas como ese. Ni siquiera metido en las trincheras con los pantalones sucios de miedo y la piel podrida de humedad y mugre, simplemente del lado cómodo de una gran ciudad de Estados Unidos recibiendo las noticias de los jóvenes del mundo matándose a tiros, gas, granada y bayoneta. Me parece sobrecogedor pensar en algo tan mundano como lo que habrá sido ir al cine, en ese entonces catedrales modernas, suntuosas y mágicas, a ver el estreno de una comedia ligera de Chaplin, con ganas de relajarme, ya que puedo hacerlo porque aún me quedan unos centavos en el bolsillo y algo de vida en el cuerpo, para olvidarme de todo y abstraerse del cochino mundo. Me imagino a mí mismo comentando el estado actual de las batallas en el viejo continente con mis acompañantes en la sala y hablando indignado sobre lo innecesariamente larga que está siendo esta locura de muerte y destrucción mundial. Empieza la película y con lo que me topo es con una demoledora premonición del fin de la guerra. Es 20 de octubre de 1918, en tan solo veintidós días terminará el conflicto armado. Me pregunto qué habría sentido al haber visto a Charles Chaplin ganar la guerra a fuerza de humor y picardía; debió suponer una rara experiencia gratificante cargada de frescura. ¿Cómo habrá sido luego el momento en que, tras la euforia de la noticia del fin de la guerra, me diera cuenta de que hacía un par de semanas un genio del cine me lo había anticipado? Seguramente eso produjo, en quienes lo experimentaron, una sensación ominosa y algo tétrica por comprobar la fuerza de esa profecía.
Shoulder Arms es la historia del soldado No. 13, un pardillo esgalamido que lleva el infortunio a cuestas desde su mismo número. No da pie con bola en su entrenamiento militar previo a ser enviado al frente; es seguramente el soldado menos prometedor que haya existido, pero ya no quedan muchos jóvenes con vida para alimentar los hornos del mundo. El No. 13, agotado por la disciplina militar, termina su día echado plácidamente en el catre de su tienda de campaña y se embarca en un reconfortante sueño en el que llega a las trincheras, se convierte en un soldado estrella y termina por capturar al Káiser, logrando así sellar la paz.
Como es costumbre en la obra de Chaplin, en Shoulder Arms encontramos un manifiesto humanista por la tan anhelada paz, con una mirada cómica y despreocupada de la guerra que tras su apariencia simple esconde un poderoso antibelicismo. La guerra se resuelve, en su onirismo de trastabilladas y enredos, gracias al hombre de a pie, al soldado raso, al simple, al anónimo, a ese que durante más de cuatro años se ha dejado la integridad y la humanidad en la compañía de las ratas de las trincheras escondiéndose de las balas y el gas venenoso, que ha dado la vida y ha pasado al olvido como carne de cañón para ganar unos míseros metros de terreno en el campo de batalla. En esa guerra que dejó atrás el heroísmo clásico, triunfa aquí el donnadie, ese que de las apolíneas virtudes heroicas no tiene ni un pelo.
Andrés Vélez Cuervo
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