Ha logrado con sutileza que sea de esas pocas veces que, a la hora de hacer un particular juicio sobre ella, me cueste ser equidistante. Su tratamiento sobre la moral intachable es un mal trago; el recuerdo ácido, a menudo lejano, de que a veces depende del lugar y las circunstancias, además de otros factores culturales que cualquiera imagina, excusables poco, controvertidos siempre. Ese es el valor, el supuesto valor, a poner en tela de juicio. Pero el verdadero valor está en hacerlo con suma sencillez, sin aspavientos. Su intención pasa por dejar claro que la suerte de las cinco menores está echada. Y lo consigue. Cinco hermosas huérfanas cuyo único pecado es pretender ser lo que no pueden. Jóvenes, bellas e inocentes: en su paradójica desgracia todo queda reducido a espléndidas casaderas. Hay una escena que esto mismo lo describe muy bien: esa en la que, ingenuas ellas yendo a recoger agua de la fuente, no son conscientes del mercadeo ante el que su belleza es expuesta por su abuela. En realidad, son varias las que desarrollan con pulcritud milimétrica el cuento de la Cenicienta. Solo que a ninguna de ellas la esta esperando su príncipe azul.
El tono distendido con el que frecuentemente viven la experiencia y su particular encierro no oculta para nada lo que de verdad esconde: un drama sin remisión hacia quienes les queda su alianza fraternal y poco margen para la rebeldía. En el cine, se encuentra en un territorio poco explorado en ese mundo de las denuncias sociales que tienden a caer en gracia sobre determinados colectivos y/o mentes que detestan los encorsetamientos e imposiciones. No hay muchas como ella; no, al menos, con su sobriedad y valentía. Hasta antes de ver esta película es muy posible que fueras capaz de imaginar lo que sería una situación semejante si te la cuentan. Una vez vista, lo sabrás.