Podría pasarme horas viendo a un astronauta comer tabletas verdes de planctom prensado; horas y horas, en serio se los digo.
Esas habitaciones blancas geométricoregulares, empapeladas de leds y palancas de escayola... esas conversaciones del protagonista con el ordenador... esas videoconferencias con la parienta en tierra... el silencio tubular... las ventanitas cerradas por donde se ven 2 soles y tres lunas… la cápsula para salir fuera… el tejemaneje con la ropa, que si se pone el buzo para salir o una camiseta de los Ramones para hacer gimnasia… los pequeños recuerdos terrestres adornando la mesilla del lecho hiperespacial…

Al final llega, porque en estas pelis tiene que llegar, la acción: un bicho, una imagen virtual, vegetales asesinos, etc. Y entonces el interés cae un poco, porque lo divertido transcurre en los ratos de soledad: el Hombre contra el Universo, o el Universo para el Hombre. Es ahí donde se dispara la imaginación: ¿Cómo será el futuro? ¿El futuro será, o ya está siendo? ¿Es la vida algo establecido o sólo una definición?
Y demás tonterías.

Lo de huir de Bowie como si fuese Satanás se puede entender en cierto modo, pero es una pena, porque una cancioncilla galáctica de su padre le habría puesto el empalme a la peli, que le hace falta. Recuerden aquella serie, Life on Mars: el tema musical no sólo ponía título a la serie, sino también la mitad de la carga emocional. Porque Bowie pater saca la loca que todos llevamos dentro. My little china girl, tari rori tari ro riiii... y ponemos posturitas. Y ya que Sam Rockwell se pasa hora y media dando la cara, debería ser, por lo menos, mentado. Mentado queda.