Comienza como un melodrama exótico con este remoto emplazamiento, la mezcla de culturas y lo singular de la temática pero lentamente mediante el sutil misterio que envuelve el lugar y las acciones de sus protagonistas y el retorcido estilo visual se va generando una tensión y una inquietud más propias del cine de terror que culmina en una angustiosa e impresionante secuencia final.

Si se ignora el habitualmente vergonzoso tratamiento que hace de la cultura indígena de la mano de un terrible maquillaje –da algo de lástima ver a Jean Simmons pintada de marrón deambular por esta película– se trata de una obra que va mucho más allá en el estudio de la fé, la frustración, los temores internos, las emociones reprimidas, el pecado y la búsqueda de uno mismo de lo que muchos sesudos autores habrían deseado con sus películas más aclamadas.

El color, los primeros planos, el fascinante uso del sonido y los maravillosos flashbacks que nos remiten al pasado de Deborah Kerr y que se sienten como pequeños destellos de vida son de una belleza desbordante.