Predomina una raigambre -o tradición, mejor dicho- de comedia mediterránea, preeminentemente tocada por la gracia de la dialéctica que se prodiga, con frecuencia reiterativa, por Francia, Italia y, también con asiduidad (más avistable de lo que cabría suponer), en Oriente Medio Europeo y la cinematografía de África del Norte. A la denominación de origen del primer y último ejemplo corresponde la puesta de largo como directora de la guionista franco-tunecina Manelé Labidi Labbé, bajo el pretexto del retorno a las raíces de una joven psicoanalista parisina (Golshifteh Farahnai) que, al igual que la propia realizadora, utiliza la coartada laboral para reconectar con su ciudad de nacimiento, asentarse allí y estrechar lazos con su idiosincrasia popular.
Si tuviera que reseñarle algún defecto al desbordante choque entre los dogmas de la religión islámica -y por ende, de todo razonamiento teológico- y la ciencia del psicoanálisis, o al crisol de inseguridad, hipocondrías, vodevilesco ADN de humor costumbrista y un extenso muestrario de paranoidismos que no entienden de nacionalidades, raza o sexo; no me fijaría estrictamente en una pega achacable a la cinta, sino al paupérrimo, ramplón y errado razonamiento publicitario por el que muchos medios especializados se han apresurado a afirmar que 'Un diván en Túnez' es el tipo de película que a Woody Allen le habría gustado dirigir en Túnez o, agarraos al diván, ¡si el propio Woody Allen fuese mujer! Y lo cierto es que el unico paralelismo o guiño a Allen es la caracterización del Imán al que interpreta Jamel Sassi.
Los personajes esperpénticos, surrealistas, enérgicos, de verborrea rápida y, sobre todo, trufados de locuacidad nunca estuvieron patentados por el neoyorkino: el mismo ha reconocido llevar toda una vida emulando, admirando e imitando a cineastas del viejo continente.
Digámoslo con propiedad: 'Un diván en Túnez' (2020, Manele Labidi Labbé) es el tipo de comedia que a cualquier directora europea le gustaría rodar en Túnez.