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Voto de Jordirozsa:
7
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Thriller. Terror
Un grupo de adolescentes pasa parte de su tiempo libre gastando bromas telefónicas. Una noche, cuando Sam y Brady están haciendo su ronda de llamadas, una de las víctimas les planta cara y decide pagarles con su misma moneda. A partir de este momento; los roles cambiarán. (FILMAFFINITY)
6 de enero de 2023
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Con el desarrollo de las nuevas tecnologías, el «home invasion» ha adquirido una nueva dimensión, de modo que para llegar a sentir que se irrumpe en la privacidad y la intimidad de alguien, no es necesario que uno o varios cacos allanen el domicilio a mano armada. El universal acceso a las redes, la telefonía y la más reciente, pero también imparable, expansión de los sistemas domóticos, bastan para conseguir acosar a las personas o a las familias en, lo que hasta ahora se creía, la inviolable paz y tranquilidad del hogar.
Los debutantes Damien Macé y Alexis Wajbrot, cuya carrera profesional se había andado en el apartado de los efectos cinematográficos, elaboran hábilmente una pieza que, a falta de presupuesto, logra articular la factura técnica y la interpretativa de los actores, para mantener al espectador en vilo durante la escasa hora y media de duración del metraje. Misterio, suspense, juego del «gato y el ratón», al estilo de lo que hemos visto en cintas como «Hush» (2016), de Mike Flanagan, y una nada despreciable dosis de «slasher» durante el tercer acto, son los recursos con los que el tándem realizador consigue aprobar con nota su «examen de acceso» al oficio y arte de la dirección.
Sin destacar entre las de su especie, resulta una cinta muy eficaz que merecía lograr más extensa y mejor recepción entre el público; y aunque claramente está dirigida al sector de edades comprendidas entre la adolescencia y la juventud adulta, tanto en lo que respecta a lo que viven los protagonistas, como por el contexto del contenido de redes y uso de los cacharros digitales en la «era Youtube», los de la franja más granada en tacos también podemos hallar esa parte de identificación en lo que les ocurre a los que potencialmente podrían ser nuestros vástagos.
Joe Johnson no está para dejar relajarse a la mente del espectador. Nada más empezar la película, nos sitúa en la angustiosa escena de la llamada a nombre de la policía, que recibe a plena noche Mrs. Kolbein, sola en su domicilio con su hija, advirtiéndola de que unos intrusos están en su casa, y que debe seguir las instrucciones de las autoridades. Al estilo de las películas de terror que empiezan con una pesadilla que termina súbitamente con el despertar sobresaltado de quien la padece, de repente se interrumpe este preámbulo para aterrizarnos entre cuatro jóvenes, estúpidos y caprichosos, que se dedican a gastar llamadas-broma aleatoriamente, con falsas alarmas, circunstancias amenazantes ficticias, tesituras emocionales estresantes… sólo para divertirse, y subir después las llamadas a su canal de «Youtube», conseguir sus «likes» y pasárselo teta a costa de sus angustiadas víctimas. Para ellos se trata de hacer de todos los días del año, el de las inocentadas (que los «espanish» y demás culturas de tradición cristiana identificamos perfectamente con el 28 de diciembre).
De este grupo de gamberros «teléfono-internáuticos», la mañosa cámara de Nat Hill se encargará de ubicarnos frente a lo que les ocurrirá a Sam Fuller (Greg Sulkin), Brady Mannion (Garret Clayton) y el repartidor de pizzas, y colega de borricadas, Jeff Mosley (Jack Brett Anderson); de rebote, Peyton Grey (encarnada por la hermosa actriz Bella Dayne, que hace honor a su nombre de pila), novia del primero, con el que está pasando por un proceso de ruptura relacional.
Los tres chicos, a cada cual más hermoso y atractivo (aquí se lucieron los del castin), forman un trío protagonista análogo al del título de la mítica película de Leone: «el bueno, el malo y… », en este caso no hablaríamos del «feo», sino del «tonto», figura arquetípica narrativa que le toca desempeñar a Anderson, el encargado de traerles la cena a los dos otros, amigos del alma, que constituyen una tópica pareja de amigos, cada uno con una personalidad marcadamente distinta: uno con más luces y sensible (Sam), pero que en la situación que se halla de lamerse las heridas afectivas de estar «cortando» con su pareja, se deja llevar por la desalmada iniciativa de su tocayo (Ben), un muchacho amargado, resentido en su situación vital, cruel y algo sociópata (por lo menos en lo que muestra), de pasarse una tarde-noche de «fiestuki» cervecera con pizzas a domicilio, mientras se dedican a realizar sus chanceras telefoneadas.
Una de las cosas que se podría achacar al trabajo del libretista, es la clara falta de sustrato vital de los jóvenes. A banda del partir de peras entre Sam y Peyton (algo de lo que él se entera precisamente a través de unos mensajes que ella publica en las redes sociales), y de que los padres del chico se encuentran fuera de casa (circunstancia de la que se sirve para toda la angustiosa experiencia de los muchachos que se pondrá en escena), poco o nada más se sabe del trasfondo de su día a día, de su pasado, de sus expectativas de futuro… es posible, sin embargo, que lo que precisamente buscado sea mostrarnos las realidades vacuas, carentes de sentido existencial, huecas de cualquier valor ético, de las caricaturas vivientes de una generación consentida, sobreprotegida y mal educada (en todo el estricto sentido del atributo), que sólo vive de, en, por, para… los índices de popularidad en el globalizado sistema ficticio (o constelado) del interné. Un punto de crítica social del que, en toda regla, el «script» podría haber sacado mucho más jugo.
Sin embargo, Macé y Wajsbrot tienen clarísimo que su cinta no tiene que ser en ningún caso un drama social, sino un trepidante «thriller» de horror que no permita el freno a la pulsación cardíaca, y que sería digno de un guiño de aquiescencia del mismísimo Alfred Hitchcock; en esto, el filme no descuida en absoluto algunos de los ingredientes esenciales que en su día utilizara el maestro británico.
Desprovistos de cualquier atisbo de humanidad y sesera, Sam y Brad no pueden contar con la complicidad e identificación del espectador, pues a pesar de su irresistible atractivo físico, vista su inmadurez y la naturaleza cuasi delictiva
Los debutantes Damien Macé y Alexis Wajbrot, cuya carrera profesional se había andado en el apartado de los efectos cinematográficos, elaboran hábilmente una pieza que, a falta de presupuesto, logra articular la factura técnica y la interpretativa de los actores, para mantener al espectador en vilo durante la escasa hora y media de duración del metraje. Misterio, suspense, juego del «gato y el ratón», al estilo de lo que hemos visto en cintas como «Hush» (2016), de Mike Flanagan, y una nada despreciable dosis de «slasher» durante el tercer acto, son los recursos con los que el tándem realizador consigue aprobar con nota su «examen de acceso» al oficio y arte de la dirección.
Sin destacar entre las de su especie, resulta una cinta muy eficaz que merecía lograr más extensa y mejor recepción entre el público; y aunque claramente está dirigida al sector de edades comprendidas entre la adolescencia y la juventud adulta, tanto en lo que respecta a lo que viven los protagonistas, como por el contexto del contenido de redes y uso de los cacharros digitales en la «era Youtube», los de la franja más granada en tacos también podemos hallar esa parte de identificación en lo que les ocurre a los que potencialmente podrían ser nuestros vástagos.
Joe Johnson no está para dejar relajarse a la mente del espectador. Nada más empezar la película, nos sitúa en la angustiosa escena de la llamada a nombre de la policía, que recibe a plena noche Mrs. Kolbein, sola en su domicilio con su hija, advirtiéndola de que unos intrusos están en su casa, y que debe seguir las instrucciones de las autoridades. Al estilo de las películas de terror que empiezan con una pesadilla que termina súbitamente con el despertar sobresaltado de quien la padece, de repente se interrumpe este preámbulo para aterrizarnos entre cuatro jóvenes, estúpidos y caprichosos, que se dedican a gastar llamadas-broma aleatoriamente, con falsas alarmas, circunstancias amenazantes ficticias, tesituras emocionales estresantes… sólo para divertirse, y subir después las llamadas a su canal de «Youtube», conseguir sus «likes» y pasárselo teta a costa de sus angustiadas víctimas. Para ellos se trata de hacer de todos los días del año, el de las inocentadas (que los «espanish» y demás culturas de tradición cristiana identificamos perfectamente con el 28 de diciembre).
De este grupo de gamberros «teléfono-internáuticos», la mañosa cámara de Nat Hill se encargará de ubicarnos frente a lo que les ocurrirá a Sam Fuller (Greg Sulkin), Brady Mannion (Garret Clayton) y el repartidor de pizzas, y colega de borricadas, Jeff Mosley (Jack Brett Anderson); de rebote, Peyton Grey (encarnada por la hermosa actriz Bella Dayne, que hace honor a su nombre de pila), novia del primero, con el que está pasando por un proceso de ruptura relacional.
Los tres chicos, a cada cual más hermoso y atractivo (aquí se lucieron los del castin), forman un trío protagonista análogo al del título de la mítica película de Leone: «el bueno, el malo y… », en este caso no hablaríamos del «feo», sino del «tonto», figura arquetípica narrativa que le toca desempeñar a Anderson, el encargado de traerles la cena a los dos otros, amigos del alma, que constituyen una tópica pareja de amigos, cada uno con una personalidad marcadamente distinta: uno con más luces y sensible (Sam), pero que en la situación que se halla de lamerse las heridas afectivas de estar «cortando» con su pareja, se deja llevar por la desalmada iniciativa de su tocayo (Ben), un muchacho amargado, resentido en su situación vital, cruel y algo sociópata (por lo menos en lo que muestra), de pasarse una tarde-noche de «fiestuki» cervecera con pizzas a domicilio, mientras se dedican a realizar sus chanceras telefoneadas.
Una de las cosas que se podría achacar al trabajo del libretista, es la clara falta de sustrato vital de los jóvenes. A banda del partir de peras entre Sam y Peyton (algo de lo que él se entera precisamente a través de unos mensajes que ella publica en las redes sociales), y de que los padres del chico se encuentran fuera de casa (circunstancia de la que se sirve para toda la angustiosa experiencia de los muchachos que se pondrá en escena), poco o nada más se sabe del trasfondo de su día a día, de su pasado, de sus expectativas de futuro… es posible, sin embargo, que lo que precisamente buscado sea mostrarnos las realidades vacuas, carentes de sentido existencial, huecas de cualquier valor ético, de las caricaturas vivientes de una generación consentida, sobreprotegida y mal educada (en todo el estricto sentido del atributo), que sólo vive de, en, por, para… los índices de popularidad en el globalizado sistema ficticio (o constelado) del interné. Un punto de crítica social del que, en toda regla, el «script» podría haber sacado mucho más jugo.
Sin embargo, Macé y Wajsbrot tienen clarísimo que su cinta no tiene que ser en ningún caso un drama social, sino un trepidante «thriller» de horror que no permita el freno a la pulsación cardíaca, y que sería digno de un guiño de aquiescencia del mismísimo Alfred Hitchcock; en esto, el filme no descuida en absoluto algunos de los ingredientes esenciales que en su día utilizara el maestro británico.
Desprovistos de cualquier atisbo de humanidad y sesera, Sam y Brad no pueden contar con la complicidad e identificación del espectador, pues a pesar de su irresistible atractivo físico, vista su inmadurez y la naturaleza cuasi delictiva
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
de sus bromitas de mal gusto, hasta el apuntador, por imperativo moral, considerará que les estará bien empleado lo que les suceda.
Sin espacio para la compasión ni la misericordia, poniéndonos en la mirada del psicópata o villano; ésa misma que, en el cartel promocional, en el ojo del fragmento de máscara a lo Michael Mayers, se aprecia la imagen de Sam y de Ben. De este modo, se establece un sádico y morboso juego que situará a la audiencia en la difícil y polémica tesitura de acabar sintiendo «penita» por los dos mozalbetes, o disfrutar con el duro maltrato psicológico y físico al que les someterá la última de sus víctimas, quien será capaz de revertir el juego, y ser ella la que ponga en jaque a la pareja de bromistas.
Al principio, parecerá que responde de un modo, aunque ácido, hasta simpático. Pero a medida que pase el tiempo, se darán cuenta de que se trata alguien muy cabreado, cuyo objetivo es el de darles su propia medicina.
Uno de los más importantes méritos de esta producción, es el de los diseñadores del «set», acotado prácticamente en el salón de la casa donde vive Sam con sus padres, el escenario de su malograda última quedada. En tal reducido ámbito, que permitiría perfectamente reproducir esta historia en el escenario de un teatro, se circunscribe la progresivamente frenética acción del juego al que el misterioso y sañudo «Mr.Lee» (con la telefónica voz del actor Philip Desmeules, y posteriormente la corpórea presencia de Parker Sawyers) someterá a Sam i Ben primero, y a Peyton y a Jeff luego, como víctimas-juguete accesorios.
Lo que tenemos en una localización reducida y en extremo acotada, se compensa con creces ganando con el juego de planos, los inteligentes movimientos de cámara, y una iluminación siempre sombría, que prácticamente nos ubican como si estuviéramos al mismo lado de Sam y de Ben; como si formáramos parte de su campo diegético. De este modo, el ya citado director de fotografía nos demuestra que, con los mínimos recursos, se puede erigir como el más importante aliado del «script», en su tarea de crear un imparable crescendo de terror, una incesante espiral de adrenalina, que el final rematará con un triple giro, y la revelación de la auténtica identidad del misterioso acosador que, a través de los mismos chismes y artilugios de los que se sirvieron los del «Prankmonkey69», busca vengarse de ellos de la forma más despiadada y meticulosamente calculada posible. Si los zagales actúan en toda su falta de consciencia de valores (seguramente por una falta de adecuada inmersión en ellos), lo cual no justifica sus actos con perniciosas consecuencias, nuestro ángel vengador emplea toda su saña y maquiavélica creatividad en ir progresivamente metiéndolos en un vórtice de violencia como castigo, erigiéndose como acusador, juez y verdugo al mismo tiempo (lo cual tampoco no está exento de polémica moral).
A pesar de lo de manual que resulta el guion, y planos los diálogos que de él se derivan (pueriles, huecos de sustancia en varios momentos), tanto Gregg Sulkin como Garrett Clayton consiguen cautivar con sus interpretaciones, estando a la altura a cada vuelta de tuerca que se les impone en su actuación. Su hacer ante la cámara logra contrarrestar la monotonía clónica que parece importada de homólogas historias de la gran y pequeña pantallas.
La banda sonora de Aleksi Aubry-Carlson, al estilo de mezcla de efectos electrónicos combinados con la siniestra partitura de la orquesta sinfónica, aporta al conjunto de la obra un acabado que no deja de la mano a la imparable y eficaz marcha del ritmo narrativo. Éste, en su avance, deja desparramadas tras de sí, no pocas posibilidades de sacar mejor tajada del candente y necesario mensaje sobre el peligro para la juventud (¡divino tesoro!), y para toda la sociedad en general, del exceso de injerencia en nuestras vidas (y sus posibles catastróficas resultantes), del mundo de la información (o desinformación según se vea) y de las telecomunicaciones.
Sin espacio para la compasión ni la misericordia, poniéndonos en la mirada del psicópata o villano; ésa misma que, en el cartel promocional, en el ojo del fragmento de máscara a lo Michael Mayers, se aprecia la imagen de Sam y de Ben. De este modo, se establece un sádico y morboso juego que situará a la audiencia en la difícil y polémica tesitura de acabar sintiendo «penita» por los dos mozalbetes, o disfrutar con el duro maltrato psicológico y físico al que les someterá la última de sus víctimas, quien será capaz de revertir el juego, y ser ella la que ponga en jaque a la pareja de bromistas.
Al principio, parecerá que responde de un modo, aunque ácido, hasta simpático. Pero a medida que pase el tiempo, se darán cuenta de que se trata alguien muy cabreado, cuyo objetivo es el de darles su propia medicina.
Uno de los más importantes méritos de esta producción, es el de los diseñadores del «set», acotado prácticamente en el salón de la casa donde vive Sam con sus padres, el escenario de su malograda última quedada. En tal reducido ámbito, que permitiría perfectamente reproducir esta historia en el escenario de un teatro, se circunscribe la progresivamente frenética acción del juego al que el misterioso y sañudo «Mr.Lee» (con la telefónica voz del actor Philip Desmeules, y posteriormente la corpórea presencia de Parker Sawyers) someterá a Sam i Ben primero, y a Peyton y a Jeff luego, como víctimas-juguete accesorios.
Lo que tenemos en una localización reducida y en extremo acotada, se compensa con creces ganando con el juego de planos, los inteligentes movimientos de cámara, y una iluminación siempre sombría, que prácticamente nos ubican como si estuviéramos al mismo lado de Sam y de Ben; como si formáramos parte de su campo diegético. De este modo, el ya citado director de fotografía nos demuestra que, con los mínimos recursos, se puede erigir como el más importante aliado del «script», en su tarea de crear un imparable crescendo de terror, una incesante espiral de adrenalina, que el final rematará con un triple giro, y la revelación de la auténtica identidad del misterioso acosador que, a través de los mismos chismes y artilugios de los que se sirvieron los del «Prankmonkey69», busca vengarse de ellos de la forma más despiadada y meticulosamente calculada posible. Si los zagales actúan en toda su falta de consciencia de valores (seguramente por una falta de adecuada inmersión en ellos), lo cual no justifica sus actos con perniciosas consecuencias, nuestro ángel vengador emplea toda su saña y maquiavélica creatividad en ir progresivamente metiéndolos en un vórtice de violencia como castigo, erigiéndose como acusador, juez y verdugo al mismo tiempo (lo cual tampoco no está exento de polémica moral).
A pesar de lo de manual que resulta el guion, y planos los diálogos que de él se derivan (pueriles, huecos de sustancia en varios momentos), tanto Gregg Sulkin como Garrett Clayton consiguen cautivar con sus interpretaciones, estando a la altura a cada vuelta de tuerca que se les impone en su actuación. Su hacer ante la cámara logra contrarrestar la monotonía clónica que parece importada de homólogas historias de la gran y pequeña pantallas.
La banda sonora de Aleksi Aubry-Carlson, al estilo de mezcla de efectos electrónicos combinados con la siniestra partitura de la orquesta sinfónica, aporta al conjunto de la obra un acabado que no deja de la mano a la imparable y eficaz marcha del ritmo narrativo. Éste, en su avance, deja desparramadas tras de sí, no pocas posibilidades de sacar mejor tajada del candente y necesario mensaje sobre el peligro para la juventud (¡divino tesoro!), y para toda la sociedad en general, del exceso de injerencia en nuestras vidas (y sus posibles catastróficas resultantes), del mundo de la información (o desinformación según se vea) y de las telecomunicaciones.