Todos tenemos un familiar que en Navidad nos regala algo que le parece maravilloso y que, sin embargo, a nosotros no nos convence. Miami Vice es, en este caso, el regalo que Michael Mann le hizo a Hollywood y al público en 2006. La diferencia, sin embargo, es que probablemente Mann tiene mejor gusto que Hollywood. El problema es que, en este ejercicio de estilo hyperrealista y arritmia narrativa, el director de Heat olvida voluntariamente que el Marketing nos sugiere que al consumidor se le debe ofrecer aquello que colma sus necesidades.

Miami Vice es un juguete caro y repleto de técnica, una obra que reclama los cinco sentidos de quien la observa. Algún crítico dirá que es lenta, otros dirán que recuerda a un videoclip. Pero es más que eso. Mann juega como nadie con el silencio y con el sonido ambiente. Estos elementos sintonizan con una de las mejores bandas sonoras que nos ha regalado el cine. Bastan un puñado de tomas para comprender que estamos ante una obra de este director. Y es que, una vez más, la fotografía es la herramienta que Mann utiliza magistralmente para engrasar su obra y convertirla en un producto concebido holísticamente. Esa concepción llega hasta sus roles, interpretados por Foxx y Farrell con la suficiente fuerza como para superar el estereotipo de "tipo duro" y generar un interés desmedido por las relaciones entre ellos y sus secundarios.

Miami Vice es un film que debe verse sin esperar toparse con un remake. Ni si quiera con una buena película de acción. Se trata de algo más. Estamos ante un drama narrado bajo una dirección preciosista y envuelto en un paquete artístico sin precedentes. Una clase magistral de cine.