El loco de los desiertos ha regresado, esta vez trayéndonos (pareciera ser) un retrato de la paranoia experimentada por la fracción más estereotipada de la población norteamericana (ya saben, los blancos de cuello azul fanáticos de las armas que se comen diez horas del día frente a la tele) y de los contrastes, cómo no, que surgen frente a la amplia gama de variedades que hay en el resto de la sociedad estadounidense, como por ejemplo los religiosos liberales, los “neo-hippies” (o como sea que se los quiera llamar), los inmigrantes que viven bajo la línea de pobreza, etc, todo esto, claro, reflejado en la era post 11 de septiembre.
Para eso Wenders se vale de dos personajes, el viejo Paul, veterano de Vietnam, ultra patriota, (un pseudo estereotipo clásico) y la bonita Lana, quien sería una dignísima integrante de Greenpeace que ha llegado a ayudar al prójimo en una tierra cada vez más dividida por dentro.
Durante la primera media hora nos los presentan, luego los unen, los separan, se ven y se vuelven a separar y finalmente pero no menos forzadamente se juntan para hacer un viaje (adivinen adónde los llevaría Wenders… adivinaron), cada uno llevándolo a cabo por metas específicas pero muy diferentes entre ambas. El filme se complementa con la llegada a destino, una verdad final que se caía de obvia y con viento soplando contra los rostros. Lo bueno es que el director sabe manejar estos escenarios, pero en este caso no logró gran cosa.
No se me hace del todo rebuscado, pero luego de ver el final, si me apuraran para decir lo que me pareció, diría que fue una película inútil. Eso sí: solo si me apuraran.