Travellings, angulaciones, fotografía de lechosa luminosidad, con mucho contraste… Tarkovsky despliega un festín técnico en el que acomoda la sutileza y la metáfora utilizadas para construir esta historia de guerras, infancias y lo que resulta de esa suma imposible de elementos tan, a priori, antagónicos. Porque Ivan no es un niño; sólo, a ratos, sueña que lo es.

Es fantástica la solución de enfrentar cadencias alternando los cortes, el frenesí de ciertos primeros planos y el recurso a la elipsis, con la pausa envolvente de otros momentos. Los apasionantes movimientos de cámara de honda perspicacia psicológica se cruzan con planos largos, estáticos, en los que la acción avanza (despacio, pero avanza) más por la distribución de personajes y elementos en el espacio. Ese amplio registro de soluciones visuales encaja perfectamente con la historia de un niño que ve el horror de cerca, que huele la guerra sin participar en las batallas, y a su vez fantasea con una infancia de manzanas y carreras de piel luminosa por la playa de un cuadro de Sorolla. Porque la época que a Iván le tocó vivir le convirtió en un monstruo tan contradictorio como la puesta en escena de la cinta (poética y austera al mismo tiempo), un ente que gime lágrimas de niño y odio de adulto.

La espalda marcada de Ivan, su pelo rubio, la risa inocente dirigida a su madre, el gesto de venganza constante después… Las costillas famélicas de Ivan; su cara limpia y sucia… Los planos largos, sinuosos; y luego la elipsis grosera, tajante como el abismo que supone el fin de una guerra, con la que Tarkovsky acelera el tiempo con la misma intensidad con que antes lo había detenido sujetándonos a momentos, aparentemente intrascendentes, en los que el conflicto dejaba algo de espacio al enamoramiento, la fantasía, la camaradería, la ternura y la música de un gramófono.