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Voto de Bloomsday:
10
7,3
8.832
Drama
En 1916. Bill y Abby, una joven pareja, deciden abandonar la pobreza y la dura vida de Chicago. Acompañados de Linda, la hermana de Bill, viajan hacia los grandes campos de trigo de Tejas, donde encuentran trabajo como braceros en una granja. Recogida la cosecha, el joven y apuesto patrón, al que hacen creer que los tres son hermanos, les pide que se queden porque se ha enamorado de Abby. (FILMAFFINITY)
28 de marzo de 2009
37 de 50 usuarios han encontrado esta crítica útil
"It will be summer —eventually" (Emily Dickinson).
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No quisiera referirme a todas esas cuestiones "tangibles" con las que podría redactar una opinión convencional. No quisiera hablar de fotografía de exacerbado naturalismo, ni de composición de encuadres que se apoyan en una disposición pictórica (personajes ubicados según el marco que ofrecen los objetos, ventanas… acotando el espacio). No quisiera utilizar la palabra "onírico" o "ensueño". No sería exacto. Ni siquiera quiero hablar de cine.
Y es que hablar del guion, hoy, me resulta frívolo. Tanto como referirme a la estructura del vacío y la insistente separación del espectador con respecto a una dramatización convencional como si esos recursos no fueran más que decisiones narrativas. Porque son isotopías, todas, que revisten de formas accesibles la luz y el firmamento, revelándonos un metraje en el que las postales que sirven de contexto a la idea principal somos nosotros —y a esto vengo a referirme— no el cielo y la vegetación como es habitual.
Somos el oropel fragmentado, la profundidad de campo. Malick nos enuncia no con corrientes narrativas férreas, sino apenas salpicados en una poética del espacio. Diré en otro instintivo, pero involuntario, intento por hacerme entender, que aparecemos nosotros —los de la humana condición— solo apuntados para así no entorpecer la cosmovisión, el discurso del campo indicándonos que "acabará siendo verano". Que más allá de nosotros mismos (eventualmente) volverá a ser verano.
Y entonces, al decir esto, me acuerdo de la poesía de la Dickinson y sus flores, sus muros de ladrillo cocido, las huellas de pájaros sobre la nieve y sus abejas. Me viene a la mente esa pureza infantil del trigo, y el clima, en contraposición a los instintos humanos a veces tan aburridos y pegajosos. Y ese fogonazo abre otra brecha en esta voluntariosa, aunque inevitablemente fallida, disertación...
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No quisiera referirme a todas esas cuestiones "tangibles" con las que podría redactar una opinión convencional. No quisiera hablar de fotografía de exacerbado naturalismo, ni de composición de encuadres que se apoyan en una disposición pictórica (personajes ubicados según el marco que ofrecen los objetos, ventanas… acotando el espacio). No quisiera utilizar la palabra "onírico" o "ensueño". No sería exacto. Ni siquiera quiero hablar de cine.
Y es que hablar del guion, hoy, me resulta frívolo. Tanto como referirme a la estructura del vacío y la insistente separación del espectador con respecto a una dramatización convencional como si esos recursos no fueran más que decisiones narrativas. Porque son isotopías, todas, que revisten de formas accesibles la luz y el firmamento, revelándonos un metraje en el que las postales que sirven de contexto a la idea principal somos nosotros —y a esto vengo a referirme— no el cielo y la vegetación como es habitual.
Somos el oropel fragmentado, la profundidad de campo. Malick nos enuncia no con corrientes narrativas férreas, sino apenas salpicados en una poética del espacio. Diré en otro instintivo, pero involuntario, intento por hacerme entender, que aparecemos nosotros —los de la humana condición— solo apuntados para así no entorpecer la cosmovisión, el discurso del campo indicándonos que "acabará siendo verano". Que más allá de nosotros mismos (eventualmente) volverá a ser verano.
Y entonces, al decir esto, me acuerdo de la poesía de la Dickinson y sus flores, sus muros de ladrillo cocido, las huellas de pájaros sobre la nieve y sus abejas. Me viene a la mente esa pureza infantil del trigo, y el clima, en contraposición a los instintos humanos a veces tan aburridos y pegajosos. Y ese fogonazo abre otra brecha en esta voluntariosa, aunque inevitablemente fallida, disertación...
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Y es que así nos mira Malick con ojo de nácar, como si la naturaleza con su ritmo impusiera el peso de su drama particular con una danza de atardeceres fríos, un deambular de grados centígrados removiendo una tierra ultravioleta que va más allá de lo inteligible. El cielo se agita helado mientras los hombres habitan la leña ardiendo de las casas. Hay una separación ahí, una quiebra. Como si el mundo reclamara su independencia, su propiedad, a través del flujo de las estaciones, sobre lo que creemos parte de nuestras convicciones o convenciones.
Ese escenario de explosión panteísta en el que nos hemos amado y odiado, donde hemos muerto y resucitado en otros brazos, reiniciándonos en bucle, durante miles de años. Ese escenario, ese mundo, deja de pertenecernos en los ocasos, cuando cae el sol y el frío nos obliga a refugiarnos. Vemos entonces, por las ventanas y su lluvia desapacible, ajena a nosotros, la insignificancia de las conspiraciones humanas, de los amores y de nuestra necesidad caduca de alimentarnos y dormir para soportar la vida.
Lo vemos mientras la luz se esconde, mientras anochece en un mundo que sigue girando solo, sin precisar de nuestro concurso. Un mundo que se formó trayendo de dios sabe dónde la luz, los neutrinos, que formó el hidrógeno y generó átomos de helio. Luego llegó el cristal de agua. Y nosotros, aún, no andábamos.
Creo que no está mal hacerle una película al contexto, a una época o a unas praderas. Y añadir de fondo, como hace Malick, el ornamento del ser humano. Mucho más caduco, más voluble. Definitivamente más irrelevante. Yo, por mi parte, no lo eché de menos. Había demasiadas telas, carros de madera estriada y tallos que mirar. Los segundos jaspeaban las plantas con una exuberancia de cosechas estacionales y clima. Y sonaba Morricone. Amanecían y oscurecían los meses en un baile de tiempo. Y las niñas paseaban por las calles hablando de chicos con un reflejo perla en la mirada —obra y gracia de Néstor Almendros y Haskell Wexler— cerrando una madrugada vencida por la leche que espera en el porche de las casas. Y los hombres mirando desconfiados, sin saber por qué, a las chicas solitarias, las vías del tren y a los otros hombres.
Así, más o menos, termina la película con el corolario de las cosechas luchando por crecer y otra vez cedernos, ondeando sus penachos, el estúpido protagonismo que llamamos drama, personajes, crítica de cine o existencia.
Ese escenario de explosión panteísta en el que nos hemos amado y odiado, donde hemos muerto y resucitado en otros brazos, reiniciándonos en bucle, durante miles de años. Ese escenario, ese mundo, deja de pertenecernos en los ocasos, cuando cae el sol y el frío nos obliga a refugiarnos. Vemos entonces, por las ventanas y su lluvia desapacible, ajena a nosotros, la insignificancia de las conspiraciones humanas, de los amores y de nuestra necesidad caduca de alimentarnos y dormir para soportar la vida.
Lo vemos mientras la luz se esconde, mientras anochece en un mundo que sigue girando solo, sin precisar de nuestro concurso. Un mundo que se formó trayendo de dios sabe dónde la luz, los neutrinos, que formó el hidrógeno y generó átomos de helio. Luego llegó el cristal de agua. Y nosotros, aún, no andábamos.
Creo que no está mal hacerle una película al contexto, a una época o a unas praderas. Y añadir de fondo, como hace Malick, el ornamento del ser humano. Mucho más caduco, más voluble. Definitivamente más irrelevante. Yo, por mi parte, no lo eché de menos. Había demasiadas telas, carros de madera estriada y tallos que mirar. Los segundos jaspeaban las plantas con una exuberancia de cosechas estacionales y clima. Y sonaba Morricone. Amanecían y oscurecían los meses en un baile de tiempo. Y las niñas paseaban por las calles hablando de chicos con un reflejo perla en la mirada —obra y gracia de Néstor Almendros y Haskell Wexler— cerrando una madrugada vencida por la leche que espera en el porche de las casas. Y los hombres mirando desconfiados, sin saber por qué, a las chicas solitarias, las vías del tren y a los otros hombres.
Así, más o menos, termina la película con el corolario de las cosechas luchando por crecer y otra vez cedernos, ondeando sus penachos, el estúpido protagonismo que llamamos drama, personajes, crítica de cine o existencia.