Venciendo una cierta pereza anticipada, me he animado este fin de semana a ver en la Filmoteca de Santander esta película que durante un tiempo se consideró un clásico. Todo está bien hecho en ella: bella fotografía, composición, decorados, interpretaciones... El director consigue mantener la ambigüedad de la sutilísima voz narrativa del relato de Henry James (en el que, ya se sabe, resulta imposible discernir si los fantasmas son reales o producto de la mente de la protagonista) hasta que, consciente de que la diferencia de medios requería tomar partido bajo pena de caer en la trivialidad, lo hace en el último momento, de forma sintética y turbadora.

Y sin embargo... como dice una amiga nuestra en las excursiones por la montaña en las que uno tiene que volver a desandar el camino que primero fue de subida, se tiene la sensación de que “esto ya no me aporta nada”.

Quizá el problema es que todo resulta un poco superficial: las alusiones que en la época victoriana (o incluso a comienzos de los años 1960) podían resultar estremecedoras y terribles, ahora no nos parecen suficientes para "ahogar la ceremonia de la inocencia" (Yeats), y la película carece de capacidad de sugerencia para ir más allá, a diferencia del relato original. No se trata de mostrar: hay cosas que, con independencia de la casi ilimitada permisividad de nuestra época, quizá no deberían nunca ser mostradas; se trata de que la sugerencia no se desvíe de su objetivo por pudor o exceso de dependencia. Más o menos contemporánea de otra adaptación de la misma obra, la operística del también británico Benjamin Britten (mucho más vigente hoy en día), se echa de menos en la película un mayor esfuerzo de recreación que justifique el meter la mano a un clásico de la literatura.