El movimiento cinematográfico surgido en Italia durante los años posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial bajo el nombre de Neorrealismo tiene su mayor referente en este clásico de Vittorio De Sica.
Estamos sin ninguna duda ante una de las películas más conmovedoras e impactantes (si no la que más) de la historia del cine.

De Sica además de ensalzar valores como la amistad, la compasión ante la desgracia ajena y el sacrificio y apoyo familiar en situaciones límite, consigue un desgarrador retrato de la Roma de posguerra, devastada económica y moralmente, en la que un humilde obrero guiado por la más absoluta desesperación y necesidad de supervivencia tiene que acabar traicionando sus principios éticos y de conducta ante los ojos llenos de lágrimas y decepción de su hijo, quien ve como se hace añicos el pedestal en el que tenía a su idolatrado progenitor.
Sin embargo y desde una madurez impropia de su edad pero impuesta por la dureza de la realidad que le ha tocado vivir, no dejará de quererle, ayudarle y acompañarle en su restante recorrido vital por muy incierto y desolador que el futuro pueda ser.

La película está llena de escenas memorables por su crudeza, realismo y emoción. Están filmadas con ausencia total y deliberada de embellecimientos estéticos, utilizando a actores no profesionales (a los que se les saca unas interpretaciones extraordinarias) para así otorgar mayor verismo a la historia.

Nunca se ha filmado con mayor sensibilidad y emotividad una relación paterno-filial. Y es que resulta imposible no emocionarse hasta las lágrimas con la escena final de esta joya imperecedera del cine italiano y universal.